Ha días en que uno precisa acogerse a la cualidad terapéutica de los adjetivos. Los adjetivos son el óleo de la paleta del que pinta, lo que da color, lo que embellece. La vértebra, claro, es el verbo. Y las frases más hondas son las que menos adjetivos tienen: las ásperas, las que son como puñetazos, o como preces mirando al cielo. Pero uno tiene querencia por adjetivar, y como hoy, urgencia. Apremia sentir el calor del abrazo de palabras como umbrío, que engaña y no dice lo que es: ¿quién no querría la sombra de una higuera en mitad de un día de agosto? Cuando el alma siente el garrote plúmbeo del cielo cuando llueve, ¿acaso no calienta el modo en que suena al pronunciarse? Plúmbeo. Plummmbeo. Se zambulle uno en una piscina de plata líquida, da gusto decirlo. Es como agitar la cabeza para que caiga de ella la ceniza. El último: ¿hay mayor contrasentido que un mayo pluvioso? Los revolucionarios franceses entendieron bien la importancia de los adjetivos. Reescribieron el calendario, bautizando a cada mes con uno, el que más le cuadraba según sus cálculos. Pluvioso iba entre enero y febrero; después de Nivoso y antes de Ventoso. Qué maravilla, no podía ser mayo jamás. Pero este mayo que vivimos es raro, y juguetón: justo cuando estoy escribiendo esto, sale el sol, deja de llover. El nombre de mes que mejor suena es Termidor, del griego thermes: calor. Wikipedia me enseña una estupenda ilustración termidoriana. Es precioso, como el gentilicio de Aguascalientes: termocálido. Tan fantástico como pedante, como eran ellos, todos: girondinos, jacobinos, cordeliers, todos, todos. Por eso los domeñó un hombre sólo, Napoleón, que juntó a la pedantería, astucia, intuición y fuerza. El mes, no obstante, más bonito, más evocador, es Vendimiario: nada hay en este mundo tan hermoso como la parra y la vid, a la que sólo hay que añadirle la a, la letra primera, para formar la vida. En fin. Hoy leí que las autoridades de Zante, el edén homérico, uno de los lugares que tengo que pisar antes de palmarla, van a restaurar el célebre barco varado de la playa de Navagio. El barco, resto de un naufragio, o por mejor decir, de un encallamiento, primero fue visto, cuando sucedió el accidente, como una tragedia por los nativos. Ahora quieren hacerlo perdurar, glorioso oxímoron: ¿habrá mayor monumento a lo perecedero del mundo que un naufragio? En fin, esto es lo más interesante que he leído hoy. Ya he dejado escritos muchos disparates por este día.
12-05-16
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