Hay hombres, a lo largo de la Historia, cuyas vidas determinan el sino de sus épocas. Delimitan siglos, configuran eras, sirven a los historiadores para trazar rayas: hasta aquí una cosa, a partir de él, otra. Hay otros, en cambio, cuyas vidas sirven para explicarlas, para darles un sentido general, digamos, ontológico. La de Epicuro es una de ellas. Epicuro, el denostado, ridiculizado a través de los siglos, caído bajo el yugo de la indiferencia en el mejor de los casos: se le conoce poco, se le conoce mal, y casi siempre se le confunde con los estoicos al hacer el repaso del último gran latido de la filosofía griega: «Epicuro el hedonista, el materialista, negador de la inmortalidad del alma y de la providencia divina y, por tanto, enemigo de la religión y del Estado». Así comienza Carlos García Gual un ensayo que desmitifica y asienta, que quiere desbastar y definir, precisar los márgenes del hombre y de su escuela.
Lo hace describiendo muy convenientemente el contexto histórico de Epicuro. «El hedor del cadáver de Alejandro impregnará el Universo». Con esta cita a las palabras de Demades comienza García Gual su esbozo de la época que alumbró las tres corrientes de pensamiento dominantes en la ecumene: estoicismo y epicureísmo, mellizos al nacer, y cinismo, un poco la matriz, el cimborrio derrumbado de la gran catedral platónica, socrática, aristotélica. El mundo de Epicuro, post-Alejandro, era un mundo ensanchado de golpe al que, tras el estiramiento abrupto, se le ven unas estrías dramáticas. Un mundo remotamente paralelo al nuestro, 2300 años después. Un mundo agotado, cansado, rasgado por una espada flamígera que sólo vivió 33 años, pero que dejó un rastro de oro y sangre que perduraría siempre.
Alejandro, último héroe de Homero, como muchos prohombres, un desarraigado, ateniense nacido en Macedonia, hijo de la luz y de la razón que a menudo era reo de su visceralidad y de la oscuridad a ella aparejada; linaje moral de Milcíades, de Temístocles, de Pericles, de Alcibíades, llevaba, sin embargo, la sangre de unos reyes medio bárbaros, un poco rupestres, que eran como cabreros vueltos hoplitas de fuego que se derramaron como lava hirviendo desde los Balcanes hasta Anatolia. Se comió el imperio cósmico de los persas en un derrame genesíaco, definitivo, final, de la talasocracia ateniense, que fertilizó todo el orbe conocido muriendo exhausta tras el grandioso coito.
Es un proceso de herrumbre y decrepitud que había empezado ya con la Gran Guerra de la Antigüedad, la Guerra del Peloponeso. La derrota ateniense es una concatenación, una catástrofe que puede intuirse desde la terrible peste de los primeros años del conflicto, como puede intuirse el cénit pericleo justo en el nadir de los días previos a Maratón. Pero esta es una mirada de historiadores, retrospectiva. Es un poco tramposa. A García Gual lo que le interesa es lo que muere, la materia que, descompuesta, da lugar al esplendor tranquilo de la filosofía epicúrea.
Lo que había muerto era La Ciudad, el ideal cosmopolita que sustentó todo el brillo cegador de la Antigüedad: empezaban a salirle jaramagos al Partenón, y ya no había nadie que fuese a deshierbar el ágora. «Lo que desapareció pronto fue el sentimiento ciudadano de pertenecer a una comunidad autosuficiente y libre que gracias a la colaboración activa y ferviente de todos sus miembros subsiste y progresa, y con ello el ideal del hombre libre que se ocupa ante todo de la política patria y es responsable ante su ciudad de su conducta. La ciudad había perdido su autosuficiencia, su autárkia, tanto desde el punto de vista económico como político, y el destino de los ciudadanos no estaba ya en sus propias manos, sino en las del monarca correspondiente, y, acaso, por encima de él, en los de la tyche, la Fortuna o el Azar, una divinidad imprevisible que ocupaba la vacante de los antiguos dioses patrones de la Ciudad-Estado».
Dice García Gual que en este paisaje sin fruto, hecho de mármoles negros de polvo y humo, de ciudades deshabitadas y de viaje sin retorno al agros, al campo, al monte, a donde no hay caminos ni textura cartilaginosa que vincule a los individuos como en la ciudad, el animal social vinculado a toda la Humanidad (el zoonk koinotikón) sucede al animal político vinculado a la ciudad (el zoon politikón). Atenas, el símbolo del viejo mundo que está en ruinas, cambia de manos tantas veces, se despobla, sufre, agoniza, pierde la centralidad del poder, deja de ser empírea, ya para siempre, que los atenienses empiezan a adorar a generales feroces y bravos, pero crápulas y liliputienses, comparados con las antiguas figuras casi divinas: Demetrio, el Asediador de Ciudades, Poliorcetes, el hijo del Tuerto Antígono, Monóftalmos, estirpe de polillas que engorda con el apulgaramiento del imperio alejandrino, son los becerros de oro que encolerizan a Moisés. Hay varios Moisés paganos, griegos, que se oponen a este acabamiento de las cosas. Pero son esfuerzos individuales. Búsquedas solitarias.
El mundo deja de ser «claro, limitado y preciso». Sobre todo, deja de ser seguro. Ningún ideal colectivo asegura al hombre una pertenencia a nada que lo trascienda. Emerge entonces un oscuro personaje, ateniense por familia, nacido en Samos, que no pretende rediseñar la estructura política de la polis ni pintar al óleo el mundo que le espera al hombre después de la muerte, sino que aspira a algo mucho más concreto y pequeñoburgués: «conseguir, con los menos gastos posibles, la sguridad y la estabilidad que permitan vivir bien y civilizadamente». Es Epicuro.
Escribe Carrère, en El Reino, que cinco siglos después de Pericles, «los griegos no creían en sus mitos, ni tampoco los romanos que los habían conquistado. En todo caso, la mayoría no creían, en el sentido en que la mayoría de nosotros no creemos ya en el cristianismo. Esto no impedía que observaran los ritos ni que sacrificaran a los dioses, pero de la misma forma que nosotros celebramos la Navidad, la Pascua, la Ascensión, Pentecostés. Creían en Zeus enarbolando el rayo como los niños creen en Papá Noel: no durante mucho tiempo, no de verdad». Tres siglos antes de Cristo, la cosa empezaba a ser así; de algún modo, era ya así, pero con un acento más trágico, un acento de derrumbe de todo un sistema de valores que había sido la clave de piedra del mundo griego clásico. Aún faltaba tiempo para que llegaran los romanos a Grecia. Epicuro llega a Atenas poco después, o casi al tiempo, en que la abandona Aristóteles. La transición es muy gráfica, vista con la perspectiva de los siglos. El Dios patrón de la ciudad, patrón y protector, guardián e icono, representación plástica de lo que la ciudad y sus ciudadanos querían ser, se transforma ya en un diosecillo plebeyo, tosco, exaltación de jefes guerreros medio analfabetos, de caudillos sanguinarios: la religio litúrgica de la comunidad pasa a ser mescolanza de adulación servil a los ídolos de latón y superstitio irracional, acomodaticia, bovina, de unos hombres que ya no son ciudadanos, sino súbditos. Esto repugna a Epicuro.
«Realmente la idea epicúrea de esa divinidad serena que ofrece, en su distanciamiento, un paradigma de felicidad al sabio, para que lo imite en su cotidiana felicidad, parece estar construida como un contraste total a las creencias del vulgo. En su rechazo de las ideas corrientes sobre los dioses, Epicuro no sólo se enfrenta a las normas tradicionales del culto ciudadano (que, por otra parte, no desaconseja observar públicamente) sino también, más decididamente, a las nuevas figuras divinas creadas por la superstición y la piedad populares, surgidas de oscuros trasfondos».
Llega a Atenas con casi 30 años, dice García Gual, y con algo de dinero. Ha vagado por el Egeo, ha estado aquí y allí, ha aprendido, entrando en contacto con neoplatónicos, con discípulos de Diógenes, con todo tipo de sectas. Pero ya tiene en sus ojos la mar encalmada que decía Nietzsche, admirador ilustre del modo de mirar epicúreo. Carlos García Gual no deja de apoyarse en Nietzsche para espigar al Epicuro real del fantasma burlón que la tradición pergeña: del Epicuro glotón, depravado, esclavo del vicio, defensor a ultranza del placer banal, se saca la lectura, mucho más veraz y documentada, del hombre que aspira a saber, a conocer. El placer no es sino el estado de tranquilidad completa, plena, moral y física, y ese placer, esa ataraxia, sólo puede alcanzarse de un modo: aceptando la terrenidad de la vida, de ésta única vida que gozamos, y buscando saber más de uno mismo, de la constitución orgánica de la materia que nos compone. Y alegrándonos por estar vivos, por el sabor del vino, que tiene el color tiñoso del mar al atardecer. Un mar por el que ya no surcan las naves de Odiseo, pero que sigue siendo nuestro. Joie de vivre.
Epicuro es, así, una especie de patrón del conocimiento. No era un filósofo al uso, tal y como se representa hoy popularmente a la figura del diletante, soñador, barbudo bondadoso, especie de ser etéreo que vive con los pies en las nubes y la cabeza en Marte, que no sirve para nada práctico. Epicuro sería considerado, hoy, un intelectual. Su obra debió ser inmensa, lo fue de hecho, porque se sabe que tenía tratados extensísimos y muy doctos sobre ética y física. Epicuro, contradiciendo a Sócrates, a Platón, y por consiguiente, a lo que vino después del siglo I después de Cristo, cree en lo que se puede saber de las cosas a través de la experiencia sensorial. En efecto, esta es la principal fuente que tiene el hombre para conocer el mundo, lo que le dicen sus sentidos, y lo que puede observar, coligiendo de la comparación con lo que ha aprendido y con el testimonio de los eruditos que vivieron antes que él.
En Atenas, alejado de disputas vanidosas con otras escuelas filosóficas, lejos de donde se cocían las decisiones políticas, fuera de lo que hoy sería llamado el circuito oficial de la cultura y los intelectuales, se compró una finquita. Nada extraordinario: su Jardín debió ser una casa amplia con porche, con un huerto grande. Allí vivía con sus discípulos más queridos, y recibía a todo el mundo. Eso lo diferenciaba del Liceo aristotélico y de la Academia platónica, verdaderas universidades, the places to be de la Atenas del siglo III a.C. Era un outsider. Epicuro no entraba en querellas, no competía contra nadie, sólo aspiraba a vivir sin sobresaltos, aceptado el dolor y las limitaciones de su condición humana sin renegar de ellas, sino asumiéndolas con bonhomía: la vida es así, y así está bien. Nietzsche decía de él, y esto lo copia varias veces a lo largo de su libro García Gual: «Sólo alguien que sufría constantemente pudo inventar felicidad semejante, la felicidad de unos ojos ante los que se ha encalmado el mar de la existencia y que ahora ya no se cansan de su superficie y esa epidermis marina de mil colores, delicada y estremecida; nunca antes se presentó moderación tal de la sensualidad».
Epicuro no era un revolucionario. No decía: abandonadlo todo y seguidme. No clamaba contra el sistema, contra lo establecido. Ni siquiera invitaba a sus seguidores a contrariar la liturgia pública, el respeto debido a los dioses de la ciudad, que seguían aún vigentes. Al revés. Predicaba la moderación: era un burgués, si hubiera existido entonces conciencia de serlo, sentido de la Historia al modo en que hoy lo formulamos. Su lugar era el intermedio, el mezzo termine napoleónico, no en balde, creador de la pequeña burguesía francesa post-Revolución. «Para Epicuro, la filosofía es, mucho más que un teorizar y un saber objetivo, una actitud personal que proporciona felicidad a la vida; que, a la manera de las medicinas del cuerpo, aporta salud al alma. Filosofar es, no un lujo, sino una urgencia vital en un mundo caótico y alienante». Un saber para la vida, no para uno mismo: en la instrumentalidad del conocimiento, en su naturaleza terapéutica, establecía Epicuro todo el sentido de su actividad intelectual, pues era eso y no fatuidad pedante lo que radicaba en su leitmotiv.
Se formaron pequeñas comunidades a lo largo de toda Grecia, en Italia, en Egipto, en muchos puntos de la ecumene, todas imitando al cenáculo ateniense: reuniones de amigos que compartían queso, vino y conversación, que vivían juntos al modo en que el Maestro, pues así lo llamaban, vivía en Atenas con los suyos. El Jardín, que la superstición popular, hecha a medias de desprecio por el «marginado social» Epicuro y de desconocimiento, tenía por burdel o casa de orgías y amoralidad (a nadie le estaba negado el paso en el Jardín, y de hecho Epicuro admitía en su mesa tanto a eruditos como a prostitutas), era un círculo privado de erudición. Configuraba así la representación real del ideal que lo inspiraba, un ideal de apartamiento y cierto eremismo compartido, pues la amistad cubría el hueco dejado por el ejercicio público de la ciudadanía. Epicuro no entraba en política, e invitaba a no hacerlo: «Era, con respecto a la sociedad, más pesimista que Marcuse, porque no creía en la revolución que pudiera conducir a todos a una dicha comunitaria, ni pensaba en un horizonte utópico en que pudiera albergarse una sociedad sin injusticias ni trabajas a las pulsiones eróticas y a los instintos de los individuos. Por eso, precisamente, porque no creía en una revolución social a gran escala, predicaba la retirada de la vida pública y la construcción de pequeños círculos filosóficos, sociedades de amigos que sí podían realizar ese ideal de una vida placentera. Cierto que para algunos puede ser una retirada cómoda, una concepción un tanto autocrática de la felicidad, ya que el círculo epicúreo comprende tan sólo a unos pocos sabios o unos happy few que, como los personajes evocados por Lucrecio, observan tranquilos desde la costa el naufragio de los otros en el mar tempestuoso. Pero desde el punto de vista del individualista, esa situación no es reprochable».
El ensayo de García Gual contiene los pocos textos íntegros que la Historia nos ha legado de Epicuro. Es un ensayo que, para quien no ha tenido ningún contacto previo ni con Epicuro, ni con su discípulo secular Lucrecio, ni con el estoicismo, ni con ninguna otra filosofía helenista o post-helenista, ofrece un fresco vivo del hombre y de su pensamiento. Un trabajo magnífico, con un tono adecuado, moderno, actual, a pesar de haber sido escrito en los 70 del siglo XX: García Gual, hombre de vasta sabiduría, toma la pluma sin alarde, y su tono es didáctico, expositivo, claro, que invita a seguir en la senda del descubrimiento. Epicuro brota de su libro como un personaje muy atractivo, y sobre todo, casi contemporáneo. Lo vemos como uno de esos secundarios del Las Bodas de Canaán del Veronés, y su escepticismo de trinchera, su retiro espiritual, su robustecimiento en torno a la sobriedad sibarita y la camaradería tranquila, se nos hacen asombrosamente cotidianos. Epicuro, de vivir hoy, viviría exactamente como vivió en el siglo IV antes de Cristo. Es un rentista que decide abstraerse, un hombre que se pone al margen, que se zambulle en su biblioteca amada y que decide no sufrir. Hoy, como entonces, retumba el estrépito de los ideales muertos; el mundo se desplaza, oímos el chirrido, sentimos el movimiento y a nuestro lado sólo hay desfiladeros. Lo que propone Epicuro es la asunción del abismo: que no nos de miedo, porque la luz está en nosotros. Sólo hay que buscarla. No es desdeñable el legado de Epicuro, si tenemos en cuenta que desde su Jardín, en una Atenas que podemos imaginarla gris, de color ceniza, con las breñas reptando por las paredes de una Acrópolis desierta, como una de esas fotografías de la gran ciudad que se conservan del siglo XIX, escrutó el cielo. Y de noche vio algo. Creyó que estábamos hechos de átomos, y sin ninguna herramienta que le permitiera confirmar su hipótesis, dedujo que lo que está muerto no puede morir, y que nada desaparece, sino que se transforma:
«Es cierto que entre los átomos y las últimas partículas mínimas admitidas hoy como elementos de la materia, los quarcks de Gell-Mann (premio Nobel de 1969) la distancia es asombrosa. Los quarcks, por debajo de los átomos, los protones, los electrones, neutrones, mesones e hiperiones, son unas primeras partículas mínimas con un hombre de origen no griego, y sus propiedades estructurales se definen por métodos matemáticos harto complejos, con ayuda de números cuánticos, y se clasifican en un sistema transformacional (SU3) de matrices unitarias tridimensionales. Tanto estos pormerones técnicos como los métodos de observación y análisis habrían admirado a cualquier atomista griego (y mucho más que a nadie, a Epicuro, poco ducho en matemáticas). Pero en ambas concepciones, en la de la Física contemporánea y en la de la filosofía epicúrea, subyace la misma idea básica: la de la estructura discontinua de la materia».