Ha sido un fin de semana algo burgués. Recogimiento, menos cine del que había planeado, mucha lectura, mucho sueño, un poco de alcohol, una buena cena con amigos. Una cena tranquila, sin sobresaltos, y extrañamente, sin excesos. Eso está bien, es maduro. Es cívico, casi, digo, burgués. O sin el casi. El otro día, caminando, vi de lejos una escena que me resumió la ambigüedad de la vida. Un hombre aparcó su coche. Bajó de él, abrió la cancela de una terraza, y se paró frente a la puerta de una casa. Mientras se limpiaba los pies, miró hacia el coche. De lejos, observé su gesto: parecía tirarle un beso a alguien, ese ademán tan peliculero, mas bonito, de besar la mano y soplar en dirección a un ser querido. Me acerqué. El hombre entró en la casa. Cerró a sus espaldas. Yo seguí acercándome, y advertí que en el coche no había nadie. Entonces reflexioné: hay que ver lo que se parece el beso echado al viento, y el gesto de tirar una colilla. En efecto, había el cadáver de un cigarro tirado en la calle. Lo que se dice, en términos plebeyos, la chusta. Esa es la ambivalencia de las cosas, la dualidad sin transición que conforma el mundo. Ha diluviado casi tres días seguidos, y ahora hace sol. Me gusta la lluvia, aunque mete en mis lumbares una humedad terrible, que me hace aventurar naufragios mayores cuando sea más viejo. Leyendo a Talese, su reportaje en The New Yorker del mes pasado, me surgió una reflexión acerca de la familia. Quizá la cuente mañana, porque esta nota me está quedando un poco larga, y aún tengo que leer algunas otras cosas. Pues volví a escribir, y mañana podré explayarme. Necesito quitarme esta obrita de encima, algo así como hacerla salir del capullo y largarme de ella, o echarla fuera de mí. Aunque haya sonado tan cacofónico.
09-05-16
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