El otro día tocó la Sinfónica de San Petersburgo en Palmira. En el teatro romano, lugar predilecto de los yihadistas para grabar sus crímenes y proyectarlos al mundo, empavoreciéndolo. A veces la propaganda tiene estas cosas, raptos de belleza calculada, pero real: la intención política del mensaje no afecta a su hermosura, pues ésta trasciende a aquélla por sí misma. Pero leí una cosa, un tuit, o en Tumblr, no recuerdo; por eso estoy escribiendo esto. La cosa en sí mostraba dos fotos, comparándolas: una, del año pasado, en la que se veía el teatro de Palmira adornado con el execrable pendón negro de los islamistas, y una multitud de infelices a punto de ser asesinados; la otra, la foto del mismo teatro, ahora, acogiendo un concierto de música. Sobreimpresionado, se leía: Culture wins. Pero el mensaje es equívoco. Para que la cultura haya terminado ganando, en Palmira y en cualquier otro lugar, ha hecho falta que el Ejército ruso, aliado con el sirio, echase de allí a los yihadistas con balas. Con muchas balas. Con mucho fuego de mortero. Con muchos pepinazos. La cultura se impone a la barbarie con el fusil, como pasó siempre y como seguirá pasando siempre, pero esto se olvida, y da la impresión de que un porcentaje muy amplio de la población del mundo libre cree ingenuamente en la victoria espontánea de la razón, de la libertad y del conocimiento. Como si Vegecio no hubiese tenido razón, y como si desde el principio la paz conquistada por el hombre no sea sino un paréntesis de luz sostenido por la fuerza entre dos noches muy oscuras.
Hoy voy a leer a Talese, por primera vez (espero tener pronto entre mis manos Honrarás a tu padre) y a empezar Novecento. Carrera de fondo.