El desorden vital me desasosiega. Tres días en el reino de la anarquía a causa de un trabajo puntual, de jefe de prensa en un evento de cierta relevancia, y no he podido tocar un libro. Ni escribir. Nada, más que palabras huecas. Hoy, por fin, el silencio. He descubierto que soy aún más intolerante al ruido de lo que creía. Y al contacto humano prolongado. No tienen que, necesariamente, dirigirse a mí para zambullirme en un estado de sobreexcitación nerviosa que, contrariamente a lo que pensaba, no me hipertensiona. Sino al contrario. Mi cuerpo lo somatiza, al modo natural para el que, me temo, estoy constituido: el ennui, variante barroca (lo barroco siempre es el peldaño evolutivo que sigue a la belleza equilibrada, completa y ligera del gótico) de mi serenidad orgánica. También la ataraxia requiere de una compensación, que yo emboco en la literatura y en el ensimismamiento alegre. Cuando eso falta, me destemplo. Todo contribuye, pero temo envejecer como un huraño, un poco anacoreta, un mucho de misántrpo, rodeado de tiestos y de fantasmas. Está dentro de mí, e intuyo que un golpe cualquiera, un accidente a lo largo del camino, desate esa fuerza. Al menos, he trabajado con amigos. Eso ayuda, facilita mucho las cosas. Las flores continúan creciendo, el calor continúa ampliando su imperio maligno, y el tiempo para escribir con relajo se me acaba. Por eso necesito recluirme en el Jardín hasta junio. Mientras, recuperar la percepción de la belleza de las cosas, que la compañía sin medida, el ajetreo y los cubatas, distorsionan o directamente, impiden. Y mantener firme el cabo con el que sujeto el tiempo y el espacio, dimensiones que no existen para mí, que no deberían existir para nadie. No es fácil, se precisa robustecimiento interior y para eso hay que seguir cuidando la casa de uno, recomponiendo desconchones, dejando hacer al aire, a la lluvia, al frío y al viento. Vigilando la acción natural, sin desvelos, pero sin descuido. Hay noches que se hacen eternas, pero eso también forma parte del aprendizaje. Me gusta pensarme como un campesino que mantiene su trozo de tierra libre de yerbas, labrado, limpio, la finca cercada. Atento, sin desmayo. Esperando la lluvia. Como leí el otro día en una reseña de alguien, un poeta, creo: «creo en pocas cosas, muy firmemente».
03-05-16
0