Una hilera de molinos altos y plateados emergían en lontananza. Parecían banderillas plateadas sobre el lomo de un gran toro. Sus aspas, estoques fuera de la vaina, cortaban el aire. Don Quijote y Sancho se pararon sobre la tierra parda. El cielo era una tiranía azul, sin nubes. Sólo azul en distintas gradaciones, desde la esponja celeste levantada sobre la tierra hasta el añil etéreo de la bóveda. El señor vestía una sudadera negra, con capucha; vaqueros viejos y limpios, anchos por los tobillos, lamiendo las zapatillas de deporte. Sostenía una libreta, y por encima de su oreja, aplanándole el cabello blanco de las sienes, asomaba un bolígrafo. El escudero cargaba junto a él una bolsa en la que ponía Canon.
—Paréceme Sancho, que aquí tenemos una historia.
—¿De viento?
—¿Qué dices, malandro? ¿No ves que son atalayas de gigantes? Deben esconderse aquí por las noches, a la vuelta de sus fechorías.
—Yo sólo veo molinos.
—Tú no sabes nada, amigo mío. No ves lo cerca que está la autovía. Roban a los viajeros. Aquí guardan los frutos de sus latrocinios. Es una buena historia, nos la pagarán bien.
—¿Está usted seguro? La última vez hubimos de escribirle a todos los periódicos que hay en España. ¡Y aún a semanarios y revistas! Lo más que conseguimos fueron 30 euros…
—Calla, mentecato. Esto es diferente. Déjame a mí, que para algo estudié periodismo y soy licenciado.
—No me hizo falta estudiar para saber contar los dineros, saber cuándo hay…
—Preferiste dejar el instituto en 4ª de la ESO. ¡Bien lo ganabas de peón en la obra, mientras a mí se me ponía la barba blanca hincando los codos!
—…y cuándo no hay. Y yo digo, señor, desde mi humilde punto de vista, que aquí hay poca ganancia.
—Quiá, haz fotos. Que se nos va el día. Yo tomaré notas para construir bien la historia. “Junto a una carretera desierta, en mitad de la nada, dos intrépidos reporteros desbrozaron la jungla de lo desconocido para traerles a ustedes, dignísinos lectores, la increíble historia…”
—¿Usted cree que esto le interesará a alguien?
—¡Cómo! ¡No ves, socotroco, lo en boga que están estas historias! La gente gusta de corruptelas, de misterios, de cosas ocultas que son puestas bajo el foco de la verdad. ¡Y eso somos nosotros, Sancho! ¡El foco de la verdad!
—No sé. Usted sabe más que yo de estas cosas. Pero cada vez veo menos gente comprando el periódico. ¿Qué quiere que le diga? Como mi padre, que Dios lo tenga en su gloria, decía de los maestros de escuela, digo yo de los periodistas: ¿usted ha visto alguna vez, a un periodista rico?
—Muchos. Yo seré uno de ellos. No desfallezcas: cuando me den el Pulitzer por alguna de mis historias, tuya será la gloria de recibir mis palabras emocionadas desde lo alto de la tribuna…
—Con palabras emocionadas, usted perdone, no se pagan facturas. Y mi alquiler va algo atrasado. ¿Por qué no vuelve a pensarse lo que nos propuso mi compadre el otro día?
—¿Qué dices, Sancho? ¿Qué compadre, qué propuesta?
—La de irnos este verano a Francia, ya sabe, a la vendimia. Se ganan buenos dineros. Figúrese que mi compadre tuvo, con lo que ganó, para llenarse la despensa todo el invierno, y no le faltó buena cerveza en la nevera, ni buenos pucheros cada semana. Ya conoce el dicho: más vale pájaro en mano, que ciento volando, y precisamente aquí hay molinos, o gigantes, que vuelan mucho, pero…
—¡Insensato! ¡Irme a coger uvas! ¡Yo tengo un máster!
—Pero con esto del periodismo, no puedo ni convidar a mis compadres en el bar, y ni bajar al bar siquiera: me tiene usted todo el día de acá para allá, corriendo la tierra, con las calores que empiezan a hacer ya. Me dará una insolación, y usted tendrá la culpa.
—¡A Francia, nada menos, nación de mortales enemigos del rey nuestro señor! ¡Tú me quieres perder, bribón!
—Sólo digo que llevo muy mal eso de pagarme el seguro de autónomo. En dos años, casi tres, en el periodismo, he aprendido que se gana poco, tarde y en negro. ¡Yo quiero que Montoro me conozca!
—No entiendo nada de ese argot en el que me hablas. No me distraigas, no sea que con nuestras voces alertemos a los gigantes. Deben dormir, como los pilluelos que se escondían en el elefante de la Bastilla, escondidos en el vientre del artefacto que ideó Napoleón, para que no les viese ninguna ronda. ¿Acaso has leído Los Miserables, Sancho mío?
—Para miserable ya estoy yo, si tengo que serle honesto. Me basta y me sobra mi miseria, de la que soy rey pues es la única que me obedece. Y ni así, pues si no cobramos algo por esta dizque historia que estamos sacando de aquí, la soberanía de mi imperio miserable pasará, por abdicación, a mi estómago. Con lo que gruñe últimamente…
—Quién piensa en comer, Sancho, hijo, teniendo la historia que tenemos aquí entre manos. Ponte ahí y tira fotos, que la batería no se agota. Yo sigo con la historia. Algo se cuece aquí. Tendremos que husmear. “…Dos reporteros bajo la mirada del Destino, a quienes nada impide el desarrollo de su deber, se acercaron a una cueva de Polifemo, a unas terribles torres de acero, hogar de gigantes forajidos…”
—Un momento. Dame mi teléfono. Voy a subir una foto a Instagram, para que la gente sepa que estamos sobre algo.
—Sobre piedras y tierra hueca, según creo.
Don Quijote enfocó. Varios minutos después, con evidente disgusto, lanzó el móvil a Sancho. Su ceño denotaba irritación, cólera naciente.
—Paréceme, Sancho, que el genio maligno que me persigue, empeñado en que no haga carrera, me ha dejado sin cobertura…
—…O es que nos han cortado los megas.
La infinitud del espacio comprendido entre la inmensidad del aire azul, y la loma terrosa donde estaban los molinos, se tragó el rezongo de Sancho.