Leer y escribir, leer muchos libros, no te hace mejor que nadie. Ni siquiera más consciente de nada en absoluto. Eso depende del sustrato, de lo que cada uno lleve dentro. Casi diría que es una predisposición genética, como la bondad. La literatura, creo, es un refugio. Para mí lo es. Un sitio donde acudo porque necesito algo. Un cobertor con el que taparme, un alojamiento moral. Llevo tres años intentando ser mejor, aprendiendo muchas cosas, o empeñándome. Haciendo aquí, o allí, cosas distintas, con la pretensión de encauzar ese conocimiento diverso en algo útil que me de dinero. No lo he conseguido todavía. Eso me hace dudar, y en efecto, dudo de todo. La literatura emerge como una franja de tierra salida de la bruma y que me da cobijo. Escribo, leo y vuelvo a escribir, pues aunque siempre me gustó, ahora lo necesito. Casi nunca me gusta el resultado, que queda en medio del camino, a la vista de todo el mundo como un mojón que lo jalona, como las señales de las crecidas del agua en las ciudades que tienen río. Leo compulsivamente, esperando hallar en esos libros el hilo de Ariadna que me saque del laberinto. ¿Cuál es la utilidad de todo esto? No lo sé. El mundo sigue girando, a mi alrededor los corazones palpitan, pero dudo que lo que viven sea verdad, o al menos tan verdad como lo que ante mis ojos pasa. ¿Son esas fotografías llenas de nada, esos paneles de Facebook, esas sonrisas donde grita el horror vacui, esas naderías, esas experiencias más contadas que vividas, más que la costa perfilada de castillos, almenas y héroes que fluye de la tinta de mis libros? No lo creo. Me parece que todo eso es mentira, al menos en gran parte: una necesidad irresistible de combatir el vacío del mundo con ruido, de llenar de cartón la vida. No obstante, mi búsqueda de la utilidad continúa. Las flores siguen creciendo a un buen ritmo. El tiempo es suave. Pronto habrá trabajo. Primeros indicios del calor, inconfundibles. La primavera es un esbozo breve, como todos los esbozos.
PD: Ha vuelto a llegarme el New Yorker, y menos mal, porque tras tres semanas de ausencia, me invadía del todo la angustia del olvido. La metrópolis aún se acuerda de mí. Viene con esto, que amerita la espera.