Hay días en que el silencio y la temperancia no son recursos, sino necesidades. Precisamos creer que podemos controlarlo todo, mas no es ésa sino otra de las vanidades cuya utilidad es la de crearnos falsas ilusiones de seguridad. Hoy es uno de esos días. Leyendo las Máximas Capitales de Epicuro, me ha parecido adivinar que una de ellas, en concreto la 22, estaba redactada a propósito para describir la esencia del oficio llamado periodístico:
«Es preciso confirmar reflexivamente el fin propuesto y toda la evidencia a la que referimos nuestras opiniones. De lo contrario todo se nos presentará lleno de incertidumbre y confusión.»
Hay una cosa en España que es maravillosa, y se llama Fundación Juan March. Es una especie de emporio cultural, un fanal de divulgación: su canal de podcasts es un puerto franco para todo el que quiera disfrutar de una de las razones por las que Internet es, a pesar de todo, una bendición. Ayer, recuperándome de una resaca (cada vez duran más, y son más pesadas) escuché esta, acerca del Partenón. Descubrí algo que no sabía. Obispo viene episcopus, del griego epískopos: supervisor. Lo que me hizo pensar en la naturaleza funcionarial, burocrática, prosaica y de intendencia, que tiene en su médula la jerarquía eclesiástica. Deformación burocrática del significado tan bonito de Iglesia, literalmente, asamblea. Y es que al final, con la democracia, ocurre un poco lo mismo. La retórica parlamentaria, la prosopopeya de la libertad, acaba pariendo todo un Leviatán lleno de oficinistas por dentro.