De Michel Eyquem, señor de Montaigne, Miguel de la Montaña como se le llamaría en España (donde el conocimiento de su obra fue furtivo, clandestino, poco relevante) no se pueden decir muchas cosas. Las dice él todas, en sus Ensayos, cuyo tema principal no es otro sino él mismo. Su estudio pormenorizado, poco indulgente: un sondeo microscópico de su propia alma, con la que no tiene piedad pues la exhibe en una mesa de operaciones, bien diseccionada, en frío, con verdadero arte de cirujano.
Y lo que Montaigne nos presenta es un hombre, un centinela perdido en mitad de un bosque oscuro y tenebroso: la Francia torturada por las guerras de religión, a las que no cesa de hacer referencia en sus ensayos, notas heteróclitas en las que se desmenuza por sí mismo y desmenuza el mundo. Acaso es lo mismo. Y se confiesa débil, ignorante, torpe, limitado, imperfecto, pero también, consciente: «Es la vida un movimiento material y corpóreo, acción imperfecta por su propia esencia y desordenada; aplícome a servirla según es».
Hijo de burgueses hechos nobles por la innoble gracia del comercio, ese vil trasiego que hacía a los hombres ganarse la vida mediante el anatema del trabajo, Montaigne siempre tuvo conciencia de su condición sobrevenida, de su posición en un mundo que contemplaba la revolución mercantil, luterana, la Reforma. Él era católico pero debía su fortuna, heredada de su padre, a la naturaleza burguesa de la que procedía el foco de los males que su propio partido denunciaba: al Dios de Lutero y de Calvino, al Dios antropocéntrico, al Dios de la ciudad y del dinero, del pequeño propietario, del artesano, del gremio; al Dios que reclamaba para sí su cuota de poder, de elección y de decisión, a los reyes y a los obispos, al papa, a la aristocracia del linaje. Él procedía de la entraña misma de la otra aristocracia, de la del dinero y del trabajo, la que ya sostenía contra la otra una guerra sin cuartel. Montaigne asistía a la erupción volcánica de Francia, corrimiento de tierra sangriento y moral que todavía llevaría a gran parte de los revolucionarios del XVIII a vindicar la Revolución como cobro de la factura pendiente, colosal, que la unificación territorial, religiosa y política de Francia llevada a cabo por la monarquía católica de los borbones durante más de cien años, debía a los herederos de los hugonotes.
Esta guerra fratricida le sirve para describir epistemológicamente, el concepto de guerra civil, con una maestría que se hace patente si uno abre, al azar, cualquier manual de, por ejemplo, la Guerra Civil española: «La ambición, la crueldad, la avaricia, la venganza, no tienen bastante impetuosidad propia y natural; enardezcámoslas y aticémoslas con el glorioso título de justicia y devoción. No puede imaginarse peor estado de cosas que aquel en el que la maldad llega a ser legítima y a ponerse, con permiso de la autoridad, el manto de la virtud. Como dice Tito Livio, nada presenta una apariencia tan engañosa como la falsa religión, cuando se pone la voluntad de los dioses como cobertura de los crímenes».
Montaigne recurre constantemente a los clásicos grecorromanos a lo largo de las mil cincuenta páginas de sus Ensayos. Pero tres nombres destacan por encima de todos: Sócrates, Epicuro y Séneca. También Lucrecio, Cicerón y, naturalmente, Platón, el discípulo de Sócrates, gracias al cual tenemos constancia de la sabiduría del genio ateniense, del genio feo y contrahecho, cuya vida, dice Montaigne, fue plena y pura como pocas, alentando a «no cansarnos jamás de presentar la imagen de este personaje en todos sus aspectos y formas de proyección. Y perjudícase nuestra formación proponiéndonos cada día otros imbéciles y mancos, buenos apenas en un sólo aspecto, que más bien nos echan para atrás, corruptores más que correctores».
Montaigne admiraba a Sócrates, honesta y rendidamente. Admiraba su virtud cívica, su ademán hasta en la muerte. Quizá también por ser el precursor de toda la ciencia humana, que no es otra sino la que mira desde el hombre, y para el hombre. «Fue él quien hizo bajar del cielo, donde no hacía sino perder el tiempo, a la sabiduría humana, para devolvérsela al hombre, en el cual reside su más justa y laboriosa tarea, y la más útil«.
Y admiraba a su padre, por ser quien mandó educarle en lengua latina antes que en francés. Mezcla, en el hilo de sus conversaciones consigo mismo, pensamientos cuya elaboración se apoya en la autoridad de los antiguos, con el agradecimiento a quienes le precedieron, por el estado de su actual bonanza. Por su bienestar, y por los dones recibidos. Su padre le legó toda su riqueza material, pero sobre todo, quiso que su hijo fuera mejor que él, y no un simple tratante de mercaderías. De ahí la natural inclinación de Montaigne por Roma y por Grecia. Por Epaminondas, una de sus figuras preferidas, y por César, a quien sólo le reprochó la ambición personal y desmesurada por el poder en su guerra contra Pompeyo: amante de la libertad personal, celosísimo guardián de su propia autonomía, Montaigne toma la pluma para encerrarse cada noche en su torreón lleno de libros y papeles, junto a la chimenea, y entablar un diálogo singularísimo con los gigantes de la Historia. Un coloquio, casi una ucronía, que él nos detalla paso a paso, reflexionando, buscándose, replegándose sobre sí mismo y proyectándose, desde el pasado, hasta el presente de su vida y, sin él saberlo, hasta el futuro. Pues quinientos años después, tenemos en sus manos el eco de sus humildes reproches a los Treinta Tiranos de Atenas, a César y a los asesinos de César.
Divide sus Ensayos en tres libros. La tarea de escribirlos le llevó casi veinte años. Prácticamente, los últimos de su vida. Empezó a escribirlos en 1572, y publicó el tercer libro en 1588. Murió en 1592. La muerte, especialmente, fue una de sus obsesiones. Vertebra los Ensayos con un retorno sistemático al tema, manoseándolo desde todos los puntos de vista imaginables. El buen morir, el elegir la manera, el cómo, la preocupación por tener esa posibilidad, son afanes que describe pausadamente en las páginas de sus tres libros. Sin pasión, observándose como fuera de sí, desde lejos. Saliendo de sí mismo. También le obsesiona la vejez, la cual liga con la honorabilidad en el modo de conducirse a sí mismo a través de los avatares de la vida.
Hilvana razonamientos, algunos breves y llenos de citas (sobre todo, los del primer libro) y otros largos. Sin embargo, no divaga, a pesar de que la extensión de algunos de sus ensayos superan las cien páginas. No teoriza, no busca el axioma, no es un diletante ni tampoco un erudito sentado en una cátedra: es un hombre que anota sus pensamientos y los desarrolla, los amontona, los conecta una vez y otra con sus vastísimas alforjas intelectuales, fruto del bagaje de su formación y también de sus lecturas, que son interminables. Escribe sobre Dios, pero también sobre la excrecencia del hombre, de la suya propia. Es desordenado, anárquico, tan pronto esculpe en mármol la belleza austera y natural de las cosas, como acude al feísmo, inventando el género cuatro centurias antes. «También cagan los reyes y las damas.» Su prosa, tan lacónica, tan firme, de raptos tan breves como intensos, se atreve y, en efecto, puede con todo.
Montaigne se dibuja como un hombre descreído, profundamente escéptico. La realidad, para él, es una complejísima amalgama, la interacción de infinidad de fuerzas opuestas, contradictorias: un torbellino de átomos chocando entre sí, regidos por leyes casi imposibles de conocer, aun más para un hombre del siglo XVI. «La peste del hombre es creer que sabe.» Niega el conocimiento absoluto, es decir, las explicaciones del mundo que configuran las cosmovisiones generales que manan de Dios, separando el bien y el mal, lo blanco del negro, distribuyendo los dones y las inteligencias. Por eso, Montaigne estuvo tanto tiempo prohibido en la Europa católica de la Contrarreforma, que no era sino, a su vez, la narrativa de urgencia con que la Iglesia de Roma respondía a Lutero. La influencia del atomismo epicúreo en Montaigne es incontestable, observando su admiración por el materialismo fatalista de Lucrecio, a quien no para de citar: no hay Ensayo sin su extracto del autor de La naturaleza de las cosas. Montaigne, como Omar Khayyam, como a veces Quevedo, es fatalista, que no pesimista. Ama la vida, ama lo que le ha sido concedido por la naturaleza. «Resígnome sin embarco a perder la vida sin pena, mas porque entraña su condición que la perdamos, no porque sea molesta o importuna. Y así, sólo corresponde propiamente el no lamentar el morir a aquellos que se complacen viviendo.«
Exalta el placer, «una de las principales especias del provecho«, y clama por lo estoico que es resignarse: «Hemos de aprender a soportar aquello que no podemos evitar. Nuestra vida está compuesta, como la armonía del mundo, de cosas contrarias.» Pero es el hombre el sujeto de su análisis. No todos los hombres, sino él, Michel de Montaigne, a partir del cual quiere establecer no tanto una serie de categorías generales, las cuales detesta, sino unos parámetros de observación que sirvan a los demás individuos para auscultarse a ellos mismos. «Estoy de acuerdo con la noble inscripción con la que honraron los atenienses la llegada de Pompeyo a su ciudad: TANTO MÁS DIOS ERES CUANTO MÁS HOMBRE TE RECONOCES. Es absoluta perfección y como divina, el saber lealmente del propio ser. Buscamos otra condición por no saber usar de la nuestra, y nos salimos fuera de nosotros por no saber estar dentro. En vano nos encaramamos sobre unos zancos, pues aun con zancos hemos de andar con nuestras propias piernas«.
El Hombre, con mayúsculas. Montaigne ya es Renacimiento y ya es Modernidad. No exige nada a nadie, sino todo a sí mismo. Recupera la senda de la exégesis del mundo material, terreno, por eso admira más a Sócrates que a Platón, puesto que en la dicotomía entre el maestro y el discípulo está la esencia misma de la división entre lo posible y lo ideal, entre lo natural (ajustado al hombre, imperfecto e incorregible) y lo deseable (lo quimérico). En esa disyuntiva creció el cristianismo, como también luego, en la postmodernidad, crecieron todas las ideologías redentoras que superaron a Dios pero no la noción de que es posible establecer en la Tierra, en la república de los hombres malos, feos, sucios, groseros, haraganes, limitados y torpes, un reino nuevo de querubines.
Un reino de Dios. Montaigne nada quiere saber de eso, primero porque es imposible desentrañar la realidad última y verdadera de las cosas («el hombre cree columbrar a lo lejos cierta apariencia de claridad y verdad imaginaria; mas, mientras corre hacia ella, crúzanse en su camino tantas dificultades, tantos obstáculos y tantas nuevas búsquedas, que se pierde se embriaga«) y luego, porque es peligroso, a su juicio, creer que el hombre puede ser reinventado, su sangre reescrita, su razón, rehecha. Montaigne escribe sin saberlo, un agudo puyazo a todo lo que de platónico tiene la religión y el comunismo futuro inventado por Marx: «Y ciertamente, todas esas sociedades descritas, imaginadas artificialmente, resultan ridículas e ineptas para ser puestas en práctica. Esas grandes y largas discusiones sobre la mejor forma de sociedad y sobre las reglas más convenientes para relacionarnos son discusiones aptas sólo para el ejercicio de nuestra mente. Semejante modelo de sociedad podría aplicarse en un mundo nuevo, mas encontramos nosotros a los hombres obligados ya y habituados a ciertas costumbres. Sea cual sea el medio por el que intentemos enderezarlos y alinearlos de nuevo, no podemos torcer su inclinación acostumbrada sin romperlo todo. Preguntaban a Solón si había establecido las mejores leyes que había podido para los atenienses. Desde luego -respondió-, las mejores de aquellas que hubieran aceptado.«
Si Khayyam pide al hombre que beba, acepte y olvide, Montaigne le pide que beba, que coma, que se divierta y que goce; que sea leal, honesto, que no dañe, que no pervierta, y también, que se estime más a sí mismo que cualquier otro código de conducta impuesto por la tradición o por la comunidad. En ese sentido, no he podido evitar recordar las meditaciones del Qart de Reverte, en La piel del tambor: yo sólo soy un hombre, bajo un cielo sin Dios, y toda mi fe está en mi espada. Dice Montaigne: «Nosotros hemos de haber establecido en nuestro interior un modelo al que remitir nuestras acciones, y según él, acariciarnos o castigarnos. Tengo mis leyes y mi tribunal para juzgarme a mí mismo, y a ellos me atengo más que a cualquier otra cosa.» Y así, Montaigne destruye, en su castillito gascón, de un plumazo, siglos de teorías de la absolución, siglos de depósito en un tercero de la propia responsabilidad individual, siglos de cristianismo y siglos, luego, de religiones sociales, de religiones políticas, de corrientes que abundan en que la culpa la tiene siempre el otro, y en que el sujeto privilegiado puede quedar libre de pecado cumpliendo con unos preceptos desprendidos de la palabra de Dios.
Montaigne es un escéptico. Se ha dicho mucho. En realidad, es un hombre a contrapelo. Un burgués aristócrata, tamaña contradicción, perdido en un mundo en que los reyes empezaban a despojar a la aristocracia y a succionar a la burguesía. Un bucanero, un pirata que hace el corso en solitario, que como Alatriste, caza solo, que como Epicuro, se edifica él mismo las murallas protectoras que guardarán la ciudadela de su conciencia. Un hombre que no toma partido, que se abstiene, que se abstrae de la realidad brutal que lo rodea y lo encorseta. Un hombre en su biblioteca, con una vela en una palmatoria, hablándole a los libros, en donde retumba la voz inacallable de los gigantes. Un hombre que abomina de la plebe, de ese concepto tumultuario que siglos después mutará en la masa: masa que asalta Bastillas, donde también él, al final de su vida, estuvo encerrado; masa que toma conciencia, que arrambla con todo dirigida bestialmente hacia la plaza de sus derechos y de su soberanía (plaza que dejará siempre llena de mierda, de cabezas guillotinadas y restos de botellón). Que no cambia por nada su libertad solitaria.
Que sólo cree en lo que ha visto y en lo que han visto otros hombres como él, que vive tres o cuatro vidas en una, en una sola, y que se confiesa débil: los Ensayos son su espejo, en él vemos reflejado su rostro avejentado, su mostacho elegante, sus canas, su barba, e imaginamos, en sus ojos, otros ojos. Los ojos de todas las mujeres que amó y le amaron, de todas las camas en donde gozó, pues también nos cuenta eso. Con el sabor dulzón del recuerdo rememorado con gusto, y ay, un punto inagotable de nostalgia. La antorcha de la vida, puesta contra la pared, en una noche de tormenta.
«Engéndranse muchos engaños en el mundo, o por decirlo más osadamente, todos los engaños del mundo se engendran porque nos enseñan a temer el mostrar nuestra ignorancia y porque nos vemos obligados a aceptar todo cuanto no podemos refutar. Hablamos de todo con seguridad y convicción. El proceder de Roma consistía en que lo que un testigo declaraba haber visto con sus propios ojos y lo que un juez ordenaba con su más cierto saber concebíase con este modo de hablar: Paréceme. Me hacen odiar las cosas verosímiles cuando me las imponen como cosas infalibles. Gusto de esas palabras que suavizan y moderan la temeridad de nuestras afirmaciones: Quizá, En cierto modo, Algo, Dicen, Creo, y otras semejantes. Y si tuviera que educar a los niños, pondríales tanto en los labios esa manera de responder inquisitiva y no resolutiva: ¿Qué quiere decir? No lo entiendo. Podría ser. ¿Es verdad?, que habrían conservado las maneras de los aprendices a los 60 años antes que parecer doctores a los 10, como ocurre. Quien quiera curarse de su ignorancia ha de confesarla. Iris es hija de Taumante. Es la admiración el fundamento de toda filosofía, la inquisición su progreso, la ignorancia su final. Incluso hay cierta ignorancia fuerte y generosa, que nada tiene que envidiarle en honor y en valor a la ciencia, ignorancia que para concebirla no es menester menos ciencia que para concebir la ciencia.»
Magnífico, magnífico. Me ha convencido para leerlo. ¿Me puede decir qué edición/traducción ha empleado? Comparto, por cierto. Y le dejo una acertada reflexión que Cicerón le dirigió a Catón el Joven durante una sesión del Senado, la cual no ha dejado de venírseme a la cabeza mientras leía: «Se cree en la República ideal de Platón y no en la del fango de Rómulo.» Saludos, y suerte el martes 😉
Muchas gracias, Cayetano, por leer, compartir, ¡y por lo del martes! Qué buena la cita ciceroniana, la puya a la utopía, que tanto daño ha hecho.
Pues la edición que me compré de los Ensayos fue la de Cátedra: la de su Biblioteca Avrea. Muy completa, pero mejorable en cuanto al encolado de la encuadernación.
¡Gracias! Tomo nota.