Leo en el New Yorker del 21 de marzo (me llegan con una semana de retraso, las pequeñas imperfecciones de la globalización) a Jill Lepore. Reseña The Internet of Us, un ensayo de Michael P. Lynch («Most of what is written about truth is the work of philosophers, who explain their ideas by telling little stories about experiments they conduct in their heads, like the time Descartes tried to convince himself that he didn´t exist, and found that he couldn´t, thereby proving that he did. Michael P. Lynch is a philosopher of truth«). «After the fact«, se titula la reseña. Muchas veces, hablando de los Estados Unidos de América con gente de distinto nivel sociocultural, académico o intelectual, la cuestión navega hasta el patriotismo. La conversación deriva hacia el odioso lugar común: «Lo que yo envidio de los americanos, es que allí, sacas la bandera nacional y nadie te llama facha». Desde antiguo he oído esto. Con el tiempo, con cuantas cosas nuevas voy descubriendo de América y de los americanos, lo que me sigue epatando es que sea sólo ésta reflexión ligera, vulgar, incluso chabacana, propia de barra de bar, de cena de Nochebuena, la única que despierte entre el vulgo la mención de ese gran país. Que es algo más que barras y estrellas.
Dice Lepore:
«The origins of no other nation are as wholly dependent on the empiricism of the Enlightenment, as answerable to evidence. ´Let facts be submitted to a candid world´, Thomas Jefferson wrote in the Declaration of Independence. Or, as James Madison asked, ´Is not the glory of the people of America, that whilst they have paid a decent regard to the opinions of former times and other nations, they have not suffered a blind veneration for antiquity, for custom, or for names, to overrule the suggestions of their own good sense, the knowledge of their own situation, and the lesson of their own experience?»
Me he acordado de una cosa que tenía subrayada en La Cartuja de Parma. La duquesa de Sanseverina reconviene a su sobrino, Fabricio del Dongo, el protagonista, por el frívolo deseo de éste de marcharse a los Estados Unidos para hacerse ciudadano y soldado republicano; abandonar la vida cómoda, regalada, de la pequeña nobleza lombarda, con todos sus encantos encantadores, y la encantadoramente banal y ligera molicie intelectual.
«¡Qué error el tuyo! No tendrás guerra y caerás de nuevo en la vida de café, pero sin la elegancia, sin música, sin amores -replicó la duquesa-. Créeme, para ti como para mí sería una vida tristísima la que llevarías en América.
Le explicó el culto del dios dollar y el respeto que hay que tener para los atersanos de la calle, quienes con sus votos lo deciden todo. Volvióse a hablar de la carrera eclesiástica.»