Wolfsburgo 2-0 Real Madrid
Todas las cosas que podían ser dichas, fueron dichas, y el partido transcurrió por los cauces de la normalidad histórica. Sobre todo, de la de este grupo de jugadores. El recuerdo de la victoria en Barcelona, su perfume, se disipó al amanecer. El minuto 20 fue la luz entrando por la persiana, proyectando el Apocalipsis sobre la pared. El silbatazo del árbitro indicando un penalty severísimo hizo de despertador. Perdió entonces el Real ese poso, ese aplomo que parecía haber adquirido lanceando al dragón. Todo lo bueno que hizo el Madrid en el campo del Wolfsburgo anoche, lo hizo antes del penalty de Casemiro. Tuvo el balón, fue paciente, autoritario, desencriptó el partido y marcó un gol que el referí anuló. Fue grande, pero fue breve. Encontró la clave de bóveda, que no era otra sino el juego hilado entre las líneas interiores de los alemanes, únicamente peligrosos por los costados y saliendo en ventaja posicional al contragolpe. Le concedió eso el Madrid, muchas veces, tras el 1-0. Marcelo y Ramos, especialmente, pero también Danilo, que está tomando forma de estigma, fueron blandos, irreverentes, torpes, lentos. Licenciosos. Draxler invocó con el tam-tam los recuerdos, los fantasmas. Alemania. Los de azul se perdieron en el bosque. El Madrid de Zidane carece de autoestima para encarar la adversidad: saltan las sirenas, zumban las ambulancias, helicópteros surcando el cielo de la ciudad, Estado de Excepción, todo eso se desata dentro de la cabeza de unos jugadores cuya memoria tiene la naturaleza de la del pez: cada vez que aprenden a competir, se les olvida al siguiente partido. Atrás fue verbena y arriba, anuncio de Pelé: ¿cuál será la viagra del Madrid? La remontada pasa por acordonar el perímetro alrededor del Bernabéu; impedir con toda la fuerza de la ley, cualquier excitación colectiva previa al partido que pesará el legado de una generación de futbolistas, esta vez sí, puestos frente a su reflejo en el espejo de la Historia.