Ayer, yendo en bici por una avenida ancha y luminosa, me deleité contemplando las casas. Grandes, de una o dos plantas; con terrazas amplias que las rodeaban, casi todas, o también con eso que suele llamarse porche. Tuve una aproximación a la idea de felicidad, que me vino como un fogonazo. Se me representó como una de esas casas, que no son sino hogares. Que no pueden ser otra cosa. Naturalmente, esa felicidad está hecha con neveras llenas, hasta la bola, de carne, de filetes de salmones más frescos que un fiordo noruego, de rodajas de atún que todavía respiran y de las que rezuma sangre y Atlántico. También tiene esa felicidad la despensa llena de cosas. De pan, de zumo, de botellas de vino, blanco, tinto, rosado, Aperol, vermú; tiene minibares y tiene copas, de Bohemia, de cristal tosco, del que se ensucia, del que tintinea, del que parece austrohúngaro, sacado del ajuar de algún emperador, y del que venden en IKEA. Ese hogar tiene un salón y una salita. Esa es la felicidad, un convite copioso, un aperitivo al sol, un almuerzo en el patio lleno de mesas y de copas, y de vasos, y de tenedores, y de brisa, y de abril, y de mayo. Esa menuda y del todo material felicidad, ese bienestar níveo, sencillo, alcohólico, glotón, y ante todas las cosas, familiar y amistoso, es el que quiero. Al que aspiro. Cañamazo de amor y alegría sosegada. De serenidad, de tiempo lento, que vaya tan despacio que puedan verse pasar los segundos en una abúlica gracia terrena. Si no tengo amor, no soy nada, dijo San Pablo a los corintios. Y mira que no puedo ver a San Pablo, bellaco listo y truhán cuyo éxto es el más completo y macabro de la Historia de los éxitos humanos, pues trascendió la mortalidad de nuestra especie y se enhebró en la posteridad, con el nombre de Iglesia. Pero qué razón tenía en esa carta.
01-04-16
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