Hacía tiempo que no vivía con intensidad una Semana Santa. Algunos años. Esta vez, fue otro tipo de intensidad, comprometida con la amistad y con la oxigenación de la mente. Con lo literario y lo fotográfico, también. Busqué con avidez la sensorialidad: olor, color y sonido. Hubo algo de todo eso. También me acosté un par de veces oliendo a incienso. Tiene ese aroma la cualidad de destemplarme: nada como la mezcla del incienso, la cerveza, las piernas cansadas y la retina llena de imágenes de sangre y violencia, así como la cabeza embotada de lo lúgubre de la música y la teatralidad cofrade, para tener sueños que son digestiones pesadas del espíritu. Al tiempo, Assad, Rusia y Hezbolá, reconquistaban Palmira. Es Assad como esos reyezuelos aliados de Roma en los márgenes del imperio, que concedían cierto grado de libertad (siempre razonable, siempre limitada) a sus poblaciones a cambio del poder. Del poder sobre todas las cosas. El mundo libre siempre ha precisado de estos déspotas cultos, criados en la civilización. Sobre todo, los ha necesitado imperiosamente en épocas de contracción global, como la de ahora, en las que resulta imposible pensar en una romanización expansiva de los confines del mundo. Bastante hay con contener la barbarie. Palmira ha sido devuelta a la civilización, aunque a mi alrededor, en mi círculo íntimo, la noticia haya tenido el mismo eco que el piar de los pájaros por la mañana. La libertad tiene estas cosas: sus poseedores acaban olvidando lo frágil que es el usufructo del que disfrutan, y conceden relevancia a las menudencias que, no obstante, conforman el jugo de sus existencias autónomas, nonchalances. Pero Palmira sobrevivirá a todos los capataces y a todas las cuadrillas de todas las cofradías, y a las cofradías mismas, e incluso a este Dios, y puede que al que venga. Porque Palmira es más vieja que Jesucristo y también que Alá. Palmira es como el hombre, un trozo de razón injertada en un medio corrosivo que pugna por sobrevivir, al mundo y a sí mismo, causándose destrozos en apariencia irremediables cuyo sentido sólo está escrito en las estrellas, de las que venimos. De las que Palmira, sus piedras recuperadas para la civilización, conservan el reflejo en sus cicatrices de metralla: también la luna llena se refleja en los agujeros de bala de sus capiteles milenarios. Los bárbaros volverán, porque los bárbaros también son hombres. Yo brindo por Palmira. Cada mármol roto es una esquirla en el corazón de la especie: pero es nuestra, vuelve a ser nuestra. Un haz de luz alumbra un ángulo más que hasta ayer estaba oscuro. Hace un sol estupendo. He aireado la habitación, tras un par de días de recogimiento. La agenda llena de pequeñas cosas que orientan mi esfuerzo: cuando uno no tiene nada que hacer, todas las ocupaciones, aun irrelevantes, tórnanse graves. Ha de esforzarse uno por que sean fecundas; ha de tomarse los lunes tan en serio como los niños afrontan el juego, pues de lo contrario todo tardaría exactamente un minuto en derrumbarse.