10-03-16

Ayer navegué. Soy hombre de tierra, a pesar de amar el mar, digamos, contemplativamente. Amo la idea del mar, más que el mar mismo. La vista del mar, el sonido del mar, el color y la luz del mar, hasta la sal del mar y su bucólico sentido de expansión del hombre. Pero me surgió la posibilidad de hacer una travesía. De Rota a Chipiona. El sol estaba creciendo, el cielo era una telera de pan blanco, y el mar era como una balsa de miel. Sin viento, sin olas. La ciudad, un gato dormido sobre los bloques del muelle, y el velero deslizándose sobre la plata del mar, cuchillo untando manteca. Los sonidos de un barco moviéndose, crujido de los palos, son como gemidos de un animal perezoso que de pronto es despertado y obligado a caminar contra su voluntad. Es hermoso el perfil de Rota saliendo hacia el mar, con la mole cuadrada de la Iglesia del Carmen, barnizada con el ocre etéreo de las iglesias góticas y barrocas andaluzas, pespunteando su silueta de azoteas, torrecillas, rectángulos blancos y bloques pardos. Al fondo, surgía Cádiz de la bruma temprana. El puente nuevo, una araña perfilada sobre el horizonte azul, con sus pináculos y sus arbotantes de acero y hormigón. El azul. Qué azul. Fue una mañana muy apacible. Tomé muchas fotos. El sol derramaba plata a nuestra popa, y aclaraba lo que había delante de la proa. De manera que la cosa sólo se insinuaba morosa a lo lejos, a estribor, y pasábamos lentamente, a motor, junto a los trasmallos que los pescadores van dejando a cierta distancia de la playa señalados por un trozo de corcho y un banderín. Como los de fútbol. La vida hormigueaba tierra adentro y nosotros nos deslizábamos, lentamente, por una pecera. Me quemé, apenas pude leer, aunque la noche alivió mi saudade en la medida de lo posible. Como acostumbra a ser este año de dos mil dieciséis.