No he podido continuar con mi ciclo cinematográfico de cada fin de semana: pasó que Los Miserables me atrapó el seso y ni siquiera pude alternar con las otras lecturas. Terrible descompensación, las odio y no puedo evitarlas cuando aflojo el bocado sobre mi instinto natural. Fui a hacer fotos, el sábado. Un sábado sin francachelas ni exageraciones, un sábado de introspección: los más aprovechados. Probé mis habilidades con la luz. El crepúsculo se ofrece para jugar con todos los botoncitos que tiene la réflex, y había nubes, sol declinante, muchos tonos fríos, algunos cálidos, edificios, etc. Se estaba bien. Luego me dije: voy a una iglesia. Van a dar las 8. Misa. Una misa puede ofrecer también multitud de posibilidades visuales, gráficas. La oscuridad rota por puntos de luces muy concentrados y tenues, poca gente en los bancos, motivos ornamentales bajo el velo de lo negro. Grave equivocación. Al llegar a la plaza cámara en ristre, vi muchos trajes. Muchas camisas violetas y rosadas, como el Lambrusco, como las caras, embutidas en trajes negros y grises. El horror. ¿Qué pasa aquí? Un amigo me lo dijo. Viene el obispo. Misa de no sé qué. Pregón de una hermandad de penitencia. La silueta del obispo era la metáfora del adocenamiento: orondo, preñado, satisfecho. El alcalde, concejales, toda la plana mayor de una cáscara de nueces que flota en el océano creyéndose Titanic. Me fui, naturalmente, pues algunos espectáculos de la vanidad no están hechos para mí. Otros frutos soberbios del fin de semana fueron el descubrimiento de la utilidad de la azotea de mi casa como solarium estupendo, y un artículo de Jill Lepore en The New Yorker sobre las transformaciones tecnológicas en el periodismo y su incidencia en el sistema de partidos de la democracia estadounidense. Suscripción amortizada.
07-03-16
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