Un hombre

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Un hombre. Tan sólo un hombre. Ni joven, ni viejo. Frontera de madurez y víspera de senilidad. Un hombre golpeado, roto, tumefacto. Lleno de mataduras. Un hombre cuyo rostro evoca debacles, corrimientos de tierra, seísmos morales. Rostro de sabañones, arañazos, hostias con el puño cerrado. Un hombre quizá triste, a lo mejor cansado. Los ojos. Son negros. Sus ojos son noches en vela. Su cuerpo es el mapa de una derrota. No hay tesoro escondido, tan sólo un hombre. Un hombre amortajado con sus fracasos. Noches tumbado, con la cara hinchada, mirando el techo. Quizá un techo cualquiera, un techo desprovisto de ornamento. Agrietado, buhardilla de un bloque, de una insula. Tabuco infecto alquilado por denarios a algún propietario romano acomodado, a algún patricio de abolengo o sobrevenido que hace fortuna con la necesidad imperiosa y un poco irritante de vivir que tienen los pobres.

Tiene que pelear todos los días. En sitios oscuros, sótanos, entresuelos clandestinos, foros al aire libre, bajo los pinos de Roma, en descampados, en domus de gente que se divierte. El hombre es aderezo de simposios donde sobra tanto de ese vino que él jamás se podrá pagar. Pero que está tan bueno, que deshace la lengua, que hace emerger de la boca un Egeo. Que huele a la tierra que lo parió, a la que contiene los huesos de sus padres, al otro lado del mar. Pero es un hombre que tiene que vivir. Para ello sólo cuenta con sus manos. Con sus músculos, algo avejentados, todavía fuertes. Un hombre. Tan sólo un hombre lleno de cardenales. Duerme poco. Duerme mal. Come lo justo. Casi nunca tiene hambre. En su covacha sólo hay sitio para un jergón de caja, una vasija vieja llena de agua. Ropa sucia. Ropa rota. Harapos. Remiendos. Huele a humedad, a materia viva que se apulgara. Ruidos, muchos ruidos. Llega todas las noches con el cerebro rebotándole, pam, pam, en las sienes; aturdimiento que ya no se irá nunca, que lo acompaña, que trueca sus sesos en flota azotada por la tormenta: los siente girar dentro de su cabezota dolorida, pero no puede dormir. Imposible conciliar el sueño. Los vecinos joden, justo debajo. O al lado. O en los dos sitios a la vez. Golpes secos contra la pared. Otra vecina regaña a los niños. Más golpes. Fuera hay gritos, voces inconexas, murmullo disperso de las hormigas en movimiento que sacuden el hormiguero.

Un hombre. Un hombre que vino de lejos. Del otro lado del mar. De una ciudad sin futuro en donde aprendió a ser rápido; donde percibió la ligereza de sus pies y la seda de la que estaba hecha su cintura, la fuerza de sus tobillos, la lubricidad con que sus muñecas hendían el aire. Y golpeaban. Y golpeó. Nadie sabe lo que este hombre tiene que hacer cada día para seguir golpeando. Sobrevivir es vivir para pelear otro día. Y dormir. Cuándo podrá dormir. No lo sabe. Lo intuye. Aprendió a vivir con poco. Solitario, hosco, frío, la ciudad es su abismo y la luz que la ocupa de febrero a noviembre, su tiniebla. No conoce a nadie, y no le conocen sino como el Púgil. El viejo, el matraca. El que pelea. El que sangra. Sangra mucho. Cada vez las heridas restañan más tarde. Más vendas. Más apósitos. Más agua sobre las cicatrices vivas. Más dolor, menos hambre. Los inviernos entumecen sus músculos. Calambres. Cuando llueve él lo siente en sus tobillos doblados, torcidos, rotos, pero aún en pie, todavía enteros. Han de seguir. Nadie sabe cómo es un hombre. Nadie conoce su guerra, él sólo muestra los episodios macabros en los que conquista o pierde, pero siempre gana su sueldo. Salarium caníbal. Homicida cotidiano. Pelea con otros hombres y así puede comprar en el mercado, lavar sus muñones con agua clara de las termas, calentar su piel que es un sudario, entibiarse de vez en cuando. Y vivir el invierno.

Su hogar está en su músculo, exiguo techo que cada vez da menos sombra. Sus dioses son sus nudillos de plomo, capaces de romper una piedra. Su oficio es golpear y encajar, ser golpeado y zumbar duro y fuerte. Agarrar, morder, ser mordido. Nadie sabe cómo es el hombre. Es un artesano de la muerte. El albero de la palestra se le pega en el cuerpo sudado, le escuece la carne abierta de grietas y sangre. Los puñetazos le aturden, y el aturdimiento ya nunca le abandona. Tumbado en su antro, el mundo da vueltas. Él es un hombre cualquiera. Ni fue el primero y ni será el último. Nadie hablará de él cuando haya muerto. Su vida no buena ni mala. Su vida es como es, como ha de ser, como viene y como va. Nadie sabe su nombre, nadie sabe dónde aprendió, nadie sabe de dónde vino y en qué hoguera acunó sus primeros inviernos. Un trozo de tierra cavado en alguna parte, le espera. Los siglos borrarán el rastro de su existencia.

Pero nadie podrá borrar la herida, el desengaño, los entuertos, las frustraciones, los olvidos. Él no olvidará nunca cuántas veces lo olvidaron. Aunque lo intenta. Pero no puede. Sólo golpear, al sol para que avance, a los días para que no se detengan, al verano para que caliente y al invierno para que no enfríe tanto. Nadie conoce lo que le cuesta poner el primer pie, cada mañana. Suelo glacial y pie desnudo, piel contra piedra, el mármol es caro, las villas son caras, las insulas son baratas, su tabuco es barato, su piel cuarteada es barata y por eso él la vende, para comer barato y beber. La tinaja de vino nunca está vacía y antes falta el agua que esa sangre que lo ensangrienta y que robustece su sangre arterial, porque sin vino el hombre muere y muere un poco cada día por que la tinaja nunca se extinga. Su estómago se alimenta del aire y del vino y el vino calienta su torre de carne y huesos viejos las noches en las que todo está frío.

Las arrugas esconden fortalezas incendiadas que él dejó atrás, en ninguna parte ya: mujeres que calcinaron cada acrópolis que para ellas construyó, y de las que cada día huye pero no se escapa. Cada día le duele más la cabeza. Cada día, más lagunas, más sangre meada, más sangre tosida, más hinchada la boca, más cuesta respirar ese aire de mierda de Roma. Cada día más puntitos blancos desenfocando sus pupilas, más ángulos negros, más mundo borroso. Cada día el hombre es menos hombre y cada mañana más crujen sus manos, menos estiran sus miembros esclerotizados y más se desgarra la hiel del pecho derramándole más hombre muerto encima de él, un hombre normal que lucha contra otros hombres. Un hombre enterrado en el vientre de una colina de Roma. Un Jonás vomitado por la ballena de la Historia. Un hombre al que un día otro hombre esculpió. Fijándolo para el resto de los hombres que nacieron y nacerán. Un hombre que aún tiene arena del Quirinal cosiéndole las heridas abiertas, cicatrices de la última pelea.

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