02-03-16

Ayer legó el primer The New Yorker. Pequeñas alegrías, pequeños derrumbes: marzo empieza equilibrado. A cada alud de tierra sobre mi carretera suceden días de confusión y contención. La mejor fórmula es la de las legiones romanas: formación tortuga, paciencia y resabio. Así que compensa el desajuste emocional, y el río no se desborda tanto. The New Yorker en mis manos. Un trozo de La Ciudad en esta pequeña aldea. Carteleras de cine, críticas gastronómicas, obras de teatro, novelas, ensayos, análisis político: me siento como un ibero que se asoma por primera vez a Roma, y todo es inmensidad humana. Esta mañana me desperté pronto. La calle estaba en silencio, y esto es extraño. Lo cotidiano es que todos los niños de la calle griten, arrastren sus mochilas camino del colegio, se peguen y lloren, y que las madres griten más, y voceen de terraza a terraza, y la rúa entre en mi habitación y la conquiste por abrasión acústica. Pero hoy, no. Hoy sólo cantaban los pájaros. Fueron cinco minutos, o más. O menos. Me amodorré y sólo había pájaros, incluso creí percibir el graznido de una gaviota, lo cual me sorprendió, y pensé: ¿qué hará una gaviota aquí, tan lejos del mar? Fue un momento de beatitud, la serenidad ocupó el espacio, el Universo pareció calmarse. A veces ocurren esos fenómenos, y todo se dilata, como si el mundo callase un segundo para ofrecerme en silencio todo su absoluta y completa grandeza aunque yo soy incapaz de comprender. Ayer también quise rezar. Perdón: quise ser creyente para poder rezar por alguien. Qué consolador ha de ser eso. Pero no me sale. Envidio a los que pueden, los que lo consiguen, aun maquinalmente. Sólo puedo sentarme delante del vacío, y contemplarlo con los brazos caídos.

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