Mónica. Siempre imaginé a Andrómaca con la cara, con el talle, con el busto, con la mirada y la expresión de Mónica. Por que Helena, Helena debe ser rubia. Rubia y menuda, aparentemente frágil. Rubia y obscena como son las mujeres de Hitchcock, como son las mujeres cuyas pupilas tienen la forma del cadalso, como son las mujeres cuyas cinturas heréticas obligan a los hombres a lanzar al aire sus imperios. Mónica es Andrómaca y no Helena, porque Helena es January, una Judith rencorosa, trémula, una jarra colmada de vicio y corrupción: las llamas del infierno pintadas en los muslos por donde un hombre se perpetúa y se crucifica gimiéndole puta al oído, una vez. Y otra, y otra hasta volverse a derramar como una ánfora llena de vino nuevo. Helena, la destructora de ciudades, mujer yerma que tiene tatuada con tinta negra y voluptuoso, la perdición de los linajes y de las familias.
Helena, lascivia salvaje, tan distinta de la otra, de la carne mojada, salada y trémula secándose al sol, de Mónica.
Helena es el casino donde se queman las herencias, una ruleta rusa, un disparo en la sien, alcohol, cocaína, desmedida apetencia animal. Pero Mónica. Mónica. Mónica es Andrómaca. Con esas caderas anchas, esas tetas que son olas gigantes del Mediterráneo. Matrona, Electra, fortaleza donde quedarse a vivir, vientre fundador de colonias. Mónica, mujer de mujeres. Esposa, emperatriz, cuerpo que es trono al que fecundar, donde fecundar, sobre el que fecundar, trono que se tira de un empellón mientras se le bajan las bragas a ella, Mónica, con las manos frenéticas de un desquiciado. Caudal inagotable de vida y de semen, Mónica, madre, cónyugue, leona, matriarca, diosa de la fertilidad, divinidad ungida por el deseo y por la lujuria de todos los hombres paridos por la Tierra. Andrómaca es Mónica y Mónica es Andrómaca, porque a ella sólo la pueden poseer los hombres de la raza de Héctor; sólo pueden montarla los hijos de los reyes, sólo pueden cabalgar sobre mujeres así quienes van a heredar coronas y océanos. Aquellos que vienen de la estirpe primitiva de los jefes.
Mónica no necesita protección. Mónica se basta para imponer silencio en una ciudad asediada, ella emulsiona con la mirada esa lava volcánica que llevan dentro los hombres viles e inferiores que no pueden tocarla. Mónica funde el oro y la plata de las joyas, las que se guardan en cámaras acorazadas, con ellas se hace una espada y con la espada domina el mundo. Es la chimenea en torno a la que se ordena el hogar, es el hogar mismo junto al que ponerla de rodillas, a cuatro patas, hacer sonar el suelo con las pelvis envueltas en el jadeo psicodélico; suelo sobre el que jugarán los niños de toda la prole interminable con la que polinizar a Mónica todas las noches de todos los inviernos que queden por vivir. Ella es un emporio, donde todas las especias de la creación se arraciman sobre sus toneles, toneles de carne, pezones mórbidos llenos de leche alimenticia, leche de vida. Pezones que morder, pezones a los que agarrarse para sobrevivir. Mónica es la que se agacha, carga el Winchester y dispara parapetada en la ventana, cuando atacan los apaches; January es la que acude solícita al rancho grande, la que seduce al jefe, la que vende Grecia a a los persas abriéndose de piernas, la que conquista siendo conquistada para después escupir al conquistador, conquistado. Con desprecio, con el corazón frío, pues jamás amarán a nadie más que a sí mismas, jamás combatirán si no es por ellas mismas, jamás cesará la guerra entre Helena y Andrómaca, la mujer del hombre recto y la mujer del caprichoso.
January, Helena, Helena, January, no es la madre, es la ramera, es Babilonia. Es el fango muerto donde no crecerá la hierba. Es la cintura estrecha, el culo respingón: tan pequeño, tan empotrable, los pechos casi púberes, torneados, huérfanos de la inmensidad de la carne de la otra, pero tan prietos, apenas insinuados. Y el ombligo satánico donde los hijos de los reyes derrochan su semilla, esa semilla que las Mónicas llevan dentro, que en ellas se transforma en simiente, pero que sobre la carne sudada y tersa de las January, de las Helenas, no es sino fuego palpitando un momento antes de extinguirse y morir. Simiente con la que fueron sembradas las Mónicas y de las que parieron hombres que poblaron todas las naciones de la tierra, hombres nacidos para despeñarse en las Januarys, acantilados de muerte, semen descorchado, gotas de sudor que erizan la piel fina del tambor de las Helenas.
Mónica, fundadora de imperios que las January quiebran, derrumban y tiran al mar. Mónica es el solar de los dioses antiguos. Mónica es fermento de civilización. January es la lujuria de Salomé, vértigo, catarsis, dinero de plástico, luces de neón, Las Vegas, LSD, marihuana. Y resaca, la cabeza del Bautista entregada sobre una bandeja de plata. January se apodera de hombres débiles, de hombres como Paris, de hombres que ofrecen Troya a cambio de la droga húmeda que ellas llevan dentro. Que ellas venden para comprarse el tesoro de las reinas, para hacerse boas de diamantes y lucirlas alrededor del cuello ligero y suave y perdido irremediablemente por la necrosis del alma. Pero yo quiero morir entre las ubres bíblicas de Mónica, soñar con el Antiguo Testamento, espantar de mí esa Judith rubia cuyo culo es miel y es cicuta; esa Judith rubia, January, Helena, a la que nunca le rebotarán las tetas como a Mónica, cuando uno está dentro de ellas, centrifugándose, desparramándose en el edén que guardan entre las piernas, buscando la inmortalidad en la última parada del camino de la vida, en ese orden cósmico mojado, vaina original, principio y final de todas las cosas.