23-02-16

La cólera está siendo mi gran trabajo desde hace tiempo. Meses. Dominarla. Creo que tengo alguna inclinación genética a ella, que lo traigo de serie. No obstante, lo considero un menosprecio intolerable hacia los demás. En especial para con los que me rodean, mi única guardia, pretorianos de mis días grises y también alabarderos de mis alegrías, las pocas o muchas que haya. No lo merecen. Corregir este defecto me está llevando tiempo. Consume gran parte de mis fuerzas, cuyo arsenal no es, válgame el cielo, el de la Royal Navy. La vida, lo cotidiano, pesa, pesa físicamente. Pero es preciso ser benevolente. Con todo. Los estoicos, los epicúreos, los filósofos casi de toda secta y de todo tiempo, recomendaban la templanza y la serenidad como camino hacia la perfección espiritual. Pero, ¡es tan difícil! Y más con mi molesta e insidiosa tendencia, de todo punto insoportable, a desdibujar los límites de los hechos dentro de mi cabeza. A exagerarlos, a dramatizarlos. Soy proclive a la hipérbole, y por eso escribiendo también se me va la mano, naturalmente: se escribe como se es, y no soy sobrio más que en mi imaginación. Que es desmesurada, exagerada, irritante, fastidiosa, caprichosa, voluble, femenina. Sí, mi mente es femenina, ya lo he descubierto. Pobre de mí. Encadenado a mi propia cabeza y sin tripulación que me ate al mástil de mi barco, para que no pueda salir corriendo hacia las sirenas que me incitan a lanzarme por la borda. Hace, por otra parte, un día estupendo. Parece que el rigor del frío ya se ha ido para siempre. Es tiempo de otro rigor: el del calor, dictador impío. Sigo con Los Miserables, tercera lectura que hago de Hugo en mi vida. ¿Será la tercera, la vencida? ¿Lo acabaré esta vez? ¿Habrá alguien que me lea y no me tome por loco? No obstante: ¡qué poco se ha escrito, tan potente como el diálogo pre-mortem entre G. el convencional, y monseñor Bienvenu! Ahí está, sí, definitivamente, ahí está todo.