Me gusta fantasear con proyectos extravagantes. Sé que nunca los llevaré a cabo. No obstante, en esas ensoñaciones dejo lo mejor de mí. Cruzar el Estrecho en un velero y atracar en Tánger, comprar una chilaba en la medina vieja y dormirme fumando hachís en alguna tetería llena de cojines, sombras y fantasmas en reposo. Atravesar Italia en bicicleta, desde La Spezia a Puglia y luego subir por el Tirreno hasta Rávena. Caminar desde Patrás hasta el Ática con una mochila al hombro. Luego del inmediato placer instantáneo, nespresso, que siento al imaginarme estas y otras tonterías por el estilo, pienso: estas cosas no las hacen los hombres de provecho. No eres un hombre de provecho si aún tienes estos pájaros revoloteándote por la sesera. No serás un hombre de provecho si pierdes el tiempo fantaseando como un adolescente enfebrecido. Cierto. ¿Pero qué es ser de provecho? ¿Acaso podré abrir esa puerta algún día, forzar la cerradura de esta jaula invisible? Muchas preguntas. Ayer gasté dinero en una francachela moderada, aunque agradable. Precisamente, en un velero, fondeado en puerto, mientras todo el pueblo ardía en fiestas de carnaval, tan pequeños todos con sus disfraces, tan pequeños como yo con el mío. Vapores de alcohol y el desasosiego acostumbrado. Mas la jornada no fue del todo fútil, en lo que a productividad estrictamente intelectual se refiere. Agarré una idea, una idea importante a mi parecer: la idea de libertad. Por fin vislumbré su significado oculto, polemizando con mis amigos acerca del progreso de nuestro mundo comparándolo con la miseria próxima en que habitan otros mundos ahí fuera. Desarrollaré esto otro día. Hace mucho, mucho frío. Salió el sol y rato y luego volvió a llover. Vi antes Recuerda tumbado en la cama y mi mente revoltosa, culo de mal asiento, trazó varios paralelismos: ya sé dónde fueron los guionistas de Mad Men para construir su Don Draper.
20-02-16
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