AS Roma 0-2 Real Madrid
Gris y fluorescente, el Madrid sacó en procesión su corona por toda Roma. Se exhibió el emperador, no el niño. La Copa de Europa es como una bella muerte: tutta la vita onora. Acaso todo lo vivido durante esta temporada hasta el pitido inicial del partido de ayer, fuese un recuerdo vago e impreciso. Lejano. El Madrid tiene esa cualidad, la de nunca morir del todo. La Copa de Europa todavía es ese viejo mundo que conocimos. Zidane dispuso la tarántula en la estrecha bocana de acceso al puerto que le dejó Spalletti: todo nace en Kroos, todo fluye con Modric, todo acaba en Isco y James, todo transita por la vía sacra de Marcelo. Ronaldo recuperó la manera mística de golpear, de pedir la pelota, de asumir la jefatura. De todo eso ha estado huérfano el Real mucho tiempo. Nunca es tarde. La Roma fue consciente de su necesidad. Se agrupó en testudo en torno a sus medios e interiores fuertes, intrépidos, hercúleos: Salah y Perotti como flechas para hincarse en la carne que Carvajal y Marcelo siempre dejan tras de sí. Pero los centrales del Madrid sostuvieron el mundo sobre sus hombros; Ramos juega transido en Copa de Europa, desde aquella noche con Lewandoski en el Bernabéu. Ejerce el liderazgo de forma natural, condottiero: el tackle preciso, la acción rotunda cuando alrededor todo tiembla y las mujeres gritan. Marcelo lanzó a Ronaldo y Ronaldo recortó hacia dentro. Como hacía Roberto Carlos. Desde la frontal, la Roma con la lengua fuera, armó la culebrina y con ella arañó el techo de la Capilla Sixtina, arrogante, conquistador. No marcó el Madrid antes por exceso de barroquismo de su tarántula. Jesé se desbocó casi al final con una conducción atómica que finalizó como le gusta a su gente, con un chut fuerte y cruzado. Ganó el Madrid en Italia, y a Zidane se le puede decir, como al Amargo, que ya puede cortar las adelfas de su patio.
Felicidades, brillante entrada.
Gracias, Miguel