Cuando uno no tiene trabajo, cada mañana está compuesta de pequeños desafíos personalísimos. Metas autoimpuestas. Pero los lunes son nefandos. Del latín, nefandus: indigno, torpe, de que no se puede hablar sin repugnancia u horror. En este caso, horror. Los lunes están hechos de una materia inmoral y fría, tal y como la vida. Los lunes, es difícil levantarse de la cama, atreverse a respirar fuera del gran útero protector que conforman la colcha, el nórdico, la sábana, el pijama, la muerte preservada. En todo caso, ¿para qué? Y más cuando ese frío, de hielo y viento, que es peor que cualquier frío exterior pues está dentro, viene de las entrañas. Cuando ese frío no se va. A veces me asaltan pensamientos tétricos. Intento que se alejen, pero me vencen. Que no hay lugar para mí. Que mi sitio es el margen, el arcén de la carretera. Que soy vano y banal. Siempre me gustó la tranquilidad, la interior. La única posible. Pero intentar controlar el vacío, la pretensión de circunscribir el caos de la vida en un círculo definido y definible, me sobrepasa. Rompe mis fuerzas. Frustra la tranquilidad. Quizá es mi único puerto de referencia, la calma. Me lo dijo un profesor en el instituto: tú nunca te pondrás nervioso en tu vida, pase lo que pase. Pero temo que aquel estoicismo natural se haya evaporado. Ha sido un fin de semana lluvioso, con viento. Hoy ha vuelto el sol y yo no quiero. La luz más clara puede ser oscura para quien por dentro está aburrido e inquieto. Así es la divergencia de las cosas que reina en el mundo.
Sé de lo que hablas. Yo también tuve muchos de esos lunes, y martes, y miércoles…