Está nublado. Lleva así unos días. Ya no parece primavera, esa primavera prematura que muchas veces trae febrero. Pero ella sonríe. Eso está bien. Eso me gusta. Me pone de buen humor. Me hace incluso soslayar con indiferencia, la zafiedad ambiental. Este siglo, política y socialmente, cultural y zootrópicamente, puede llamarse muy bien: El Triunfo de la Zafiedad. Es mejor encerrarse en un castillo, hacer como dice Montaigne, guardarse uno mismo en una torre solitaria, un tabernáculo clandestino, interior, invisible salvo para los únicos ojos a los que esté permitido descifrarlo. Que no serán, me temo, ningunos, nunca. Es mejor no hablar de política, es mejor no hablar de nada. Como si hubiera con quién. Valoro el silencio como un bien precioso y escaso. Hay días en que siento un odio certero, irracional, implacable, por quienes me hablan mientras almuerzo, mientras tomo un vaso de agua, mientras intento solazarme con los átomos del espacio. Pasan los años y crece mi intolerancia al ruido. Me estoy haciendo irremediablemente misántropo. Por un momento temo que eso se confunda con arrogancia o soberbia. Nada más lejos. Dejé de pretender el descubrimiento del éxito. Para mí es tan incierto y volátil como la voluntad de muchos individuos, que hoy quieren esto y mañana, aquello. Sin patrón, sin norte. Sólo ambiciono solidificarme en ciertas posiciones fijas y estables, en una retaguardia bien provista de cañones y morteros, que me permitan cómodamente mantener la torre a expensas del triunfo de la vanidad y otras sandeces por el estilo. Es lo que decía Antístenes: que se ha de hacer provisión de sentido para entender, o de soga para colgarse. No es que se predijera la post-post-modernidad hace 500 años. Es que, me temo, todo siempre fue así. Oscuras etapas de depresión donde la Civitas se despobla y los jaramagos invaden los templos, y luego repentinos episodios de prosperidad que parecen destellos solares que dejan ciego incluso a los más sabios. En bucle eterno.
10-02-16
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