09-02-16

Ayer me suscribí a The New Yorker. Es lo más fructífero que he hecho en lo que va de 2016. Probablemente deje sin leer la mitad de los números. Quiero convencerme a mí mismo de que esto mejorará mi inglés. También siento delectación por tocar las portadas. Las hojas. Por extasiarme con la tipografía. Con el peso del papel, el brillo. Sé que es fetichismo, que el libro electrónico es el siguiente peldaño de la ambición evolutiva que nos constituye como especie. Pero para mí, es inevitable. Sentir ese ansia, ese engolosinamiento por el papel, por lo físico. Scriptum, scriptum est, solía repetir un fraile profesor que tuve. Y, vaya tontería, me asalta la impresión de que lo que no está impreso, está menos escrito que lo que reposa en el papel. Es, digo, una idiotez. Pero para mí, también, inevitable. Nadie puede controlar sus sensaciones, aunque sean espasmos efímeros que producen las impresiones espontáneas. Suscribirme al New Yorker también tiene algo de insensata búsqueda de la conexión civilizatoria: un producto refinadísimo que trae pedazos de La Ciudad adheridos a sus hojas. Que llegan hasta aquí. Hasta mí, soldado de Roma perdido en la Aldea. Lo hago por no sentirme tan lejos del mundo, que no es lo que hay fuera de mi habitación, sino lo que está dentro de la urbe. De ese espacio hormigonado, de piedra, mármol y cristal, asfalto y luces, de libros, librerías, gafas de pasta y de metal, semáforos y bares, amor libre y de pago, soda, vino, licor, coches, cláxones y bicicletas, butacones junto a la ventana y ventanas mojadas de lluvia sucia y tóxica, y nubes. Porque sobre La Ciudad hay nubes y esas nubes están llenas de polución humana, naturalmente. Pues qué es sino recreación de la creación del hombre, todo eso: La Ciudad, The New Yorker, este blog, las palabras que utilizo, las pantallas que las llevan más allá del océano, y el sobre en el que vendrán, limpias y oliendo a imprenta, a humanidad y a gloria, las páginas de una revista.

2 Comentarios

  1. El libro impreso, o las revistas, tienen algo que lo digital no tendrá nunca. El tacto, el olor, la sensación al pasar las hojas…Estos del siglo XXI se lo perderán, peor para ellos. Aún recuerdo el olor de una colonia derramada sobre «El camino» al leerlo en la EGB.

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