05-02-16

Con los sueños me pasa que casi nunca logro recordarlos. La mañana los borra de mi mente. Esta noche pasada tuve unos espantosos. Creo que la ingesta moderada de alcohol, junto con el ejercicio físico abrupto, produce espantajos extraordinarios en la mente durante la noche. Fueron tres episodios sucesivos, interrumpidos por desvelos prolongados. Estaba en Londres, y eso lo sé porque podía ver el Big Ben. De repente, noticias: un atentado terrorista. Murmullo, alboroto, franco pavor. Caminaba por una avenida amplia, iluminada, aunque el cielo iba adquiriendo un tono acerado. Griterío. Un autobús, de estos turísticos con planta superior descapotada, tiroteado, exudando sangre por las ventanas rotas y con varios cuerpos colgando hacia afuera. Pasa a toda velocidad por delante mía y la masa, corre. Yo me vuelvo. A mi lado, una multitud súbitamente transformada en marabunta palestina como la que sale en los telediarios tras cada algarada contra Israel, pasa arrastrando el cadáver descuartizado de un hombre. Hay que salir de aquí. Pitando. Recuerdo que me dije eso en el sueño. Protegía a alguien. A una persona querida que casi se me pierde entre la multitud. La agarro por el brazo, caminaba atraída, fascinada, hacia el centro del aquelarre. Otro episodio: tengo frío a pesar de estar arropado por tres mantas y siento algo a mi alrededor. Creo que eso también fue un sueño, otro distinto. El último: camino por una vereda de tierra llena de fango. Llueve. Paso junto a un perro que, como el de Goya, se hunde en el cieno. Ladra cuando me ve y yo llego a una finca. Busco entre las llaves, frenético. El perro se está zafando de su prisión de tierra y viene a por mí. No doy con la llave, me tiemblan las manos. El perro ya está fuera y decido trepar hacia lo alto de la verja. El pastor alemán se convierte en un lobo, en un wargo gigante, y salta hacia el otro lado de la reja, retándome a bajar. Me despierto. Es viernes. Está nublado. La mente humana es un laberinto magnético.