29-01-16

Dormir, lo confieso, es uno de mis vicios. O placeres cultivados, aunque a veces permanezca inculto y por lo tanto, las circunstancias me obliguen a cultivarlo, sin yo querer. Pero, cierto es, no hay que obligarme demasiado, mi voluntad no es lo bastante firme, cuando la gula del sueño exhibe su plumaje de tentaciones frente a mí. Hay quien compara el dormir con el estar muerto. Yo no estoy de acuerdo. En absoluto. Dormir es un placer entre otras cosas, por el sopor. Sucumbir al sopor lentamente, ceder a la modorra, dejar caer la cabeza en un estanque de desvaríos difusos y caóticos, es, en sí mismo, un goce incalculable. Y uno experimenta ese goce, dos veces: al dormirse, y al recordarlo cuando está despierto. Rememorar esa sensación es revivir el placer pasado, o anticipar el que viene, en una especie de prolepsis amarga y dulce que puede alcanzar la condición de tortura si uno lleva muchas horas en pie o el cansancio está a punto de derribarle, y aun así, todavía queda mucho para hollar la horizontalidad. ¿Cómo pueden compararlo con la muerte? No creo que haya nada agradable en morirse, ni siquiera si perece uno por lo que ha dado en llamarse, la muerte dulce. Y una vez muerto, muerto se está, y no creo que yerto se sienta nada. No así durmiendo, que se puede soñar. O cuando menos, mecerse entre las sábanas al ritmo de un son interior, dejando que el sol le acaricie a uno la cara por entre las rendijas de las persianas. Bonita reflexión para ser viernes, pero es que tengo que escribir. Mandato imperativo. Consideren esto una forma de calentamiento.

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