La novela prometeica

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Sinfonía napoleónica, escrita por Anthony Burgess, es una especie de novela de encargo. Algo sui generis, inspirado por Kubrick, quien le puso ante el reto de emular a Beethoven y su Eroica con una novela desmesurada. En cuatro movimientos, o como se llamen las partes de una sinfonía. Pero no es una novela histórica para iniciados en Napoleón. Hay que conocer qué etapas jalonaron el auge y la caía del mito, de Prometeo, de una de esas existencias solares que cambian la vida del resto de hombres, incluso siglos después de haber vivido. Burgess escribió una novela que es una herida, carne abierta de la que manaba sangre. Una sangre literaria pero también real. Sangre de la Historia, sangre de la historia, y sangre de las tripas desparramadas de cientos de miles de ciudadanos-soldados que derramaron la suya, sangre y tripas y vísceras y entrañas y mostachos manchados de sangre propia y ajena, por los confines de Europa.

Hay momentos del todo irrepetibles, irreproducibles en cualquier otra novela que no sea ésta, que abarque cualquier otra existencia, que no sea ésta. Napoleón, en su primera campaña, cuando aún era General, el General Bonaparte, y Augereau y los demás se choteaban de él mientras él besuqueaba las cartas de fuego que mandaría luego a París, a Josefina, y que ella leería con su querido en la cama antes y después de darse el lote. O la conversación con Stapp, el niño aspirante a magnicida que ya anunciaba el siglo XX y sus debacles. O la recreación del atentado en París, no a Bonaparte Emperador sino todavía al Bonaparte Ciudadano-Primer Cónsul. O el paseo por los cafés de su capital, perra babilónica a la que despreció y deseó como a nada más en el mundo (no en vano, siempre, tras cada batalla, preguntaba «qué se dirá en París de todo esto»). Como si a París le importase, y en esa disonancia que acompañó siempre a la epopeya napoleónica, se cuela Burgess y escribe un monumento a la literatura. Que bien podría comprar con Joyce, si hubiese leído a Joyce.

-Está loco- dijo ella. No me ama…me adora. Y eso no es civilizado. Dios mío, ojalá volviésemos a París.

-Y yo también te adoro. Más que él, ángel mío. 

-Por amor de Dios, no digas eso. No quiero que me adoren. Todo tiene que ser sreno, agradable, sensato. 

-El amor no es sensato. el amor es locura. Es una cosa pagana, elemental y sombría. Toca esto. -Parecía un arma, algo listo para disparar. 

-Oh, Hippolyte, él dice todas esas cosas como si hablase en serio. 

-Yo también las digo en serio, tesoro mío. 

-No no, es como sí se propusiese hacer lo que se propone, ya sabes, en las otras cosas. Por ejemplo, apoderarse de toda Italia, y después marchar sobre Viena, e invadir a los ingleses. Escribe una orden de batalla acerca de un movimiento de flanqueo, y cosas por el estilo, y luego me envía una carta en la que me dice que desea arrancarme la piel y poseerme entera, y luego vuelve a sus despachos y piensa en rodear el ala izquierda, o lo que sea. Tengo miedo. 

Y así es el Napoleón de Burgess, un tirano y un Dios, creador de vida, seminal, destructor, guadaña, ángel de la muerte y exterminador de ciudades, de pueblos, de generaciones de franceses y de austriacos y de italianos y de rusos y de polacos y de españoles y de ingleses. Cómico en su poder, grande en su caída. Desvariado, desquiciado, presa de su acidez, del martilleo incesante de su úlcera, esclavo de su hígado y de su portentosa imaginación, nimbado por la gloria de su brillantez en el campo de batalla, por su mano hacedora de leyes incorruptibles, y ridículo en su enloquecida ambición genuina por tenerlo todo, por hacerlo todo, por conquistar todos los países y poseer a todas las mujeres del mundo. Una vendetta corsa desatada por Europa como un torbellino que levantó los cimientos de la tierra a su paso, pero que jamás pudo ni con Josefina, ni con la austriaca hembra, ni con algunos hombres de honor como Beethoven, quien le negó al final su Tercera Sinfonía por haber entrevisto en el Cónsul al futuro tirano, Emperador de la República, Hombre-Revolución. Cobra sentido ahora La Sombra del Águila de Pérez-Reverte y hay Reverte en Burgess por todas partes, aunque el escritor británico es más desmesurado y lo deja todo patas arriba, las paredes del libro salpicadas de sangre y de semen y de mierda de caballo. Kubrick no pudo rodar nunca su Napoleón y Burgess dejó su Sinfonía para la posteridad, una novela que no tiene principio y cuyo final es, como no podía ser de otra manera, un hígado abierto. El autor muestra una cultura napoleónica tan vasta que esta novela sólo pudo escribirla él, o alguien como él: un británico, pueblo de tenderos que no saben combatir como decía el Corso, o como le hace decir Burgess, un pueblo cuyos soldados se ven impelidos por los comerciantes de Manchester o de Birmingham y cómo van a entender la gloria así, cómo van a morir y matar por algo tan abstracto gente que tiene lo ladino del metal y la transacción y el contante y sonante y la cuenta y la hoja de Excel, tan metida en la médula. Sólo un descendiente de ese pueblo que luchó y batió a dos tiranos tan diferentes pero unidos en su vocación de dominio universal, Napoleón y Hitler (incomparables en todo lo demás, no se me alteren) pudo conocer y conoció, verdaderamente, la esencia de cómo se resiste a un Prometeo redentor.

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