Salir el otro día, ver a mis amigos, retomar el hilo de nuestra conversación -que siempre es la misma, lineal, sólo puesta en pausa por la ausencia, eterna e inmutable, como las ideas de Platón- y en general, convivir con la gente más cercana, estudiar sus costumbres, me hace caer en lo que son las querencias. La gente, por lo menudo, es presa inconsciente de la rutina. De sus hábitos. Miedo me da preguntar: ¿lo soy yo también, acaso? Pues seguro, mangarrián, qué cosas tienes. He pensado sobre esto en la hora esa, terrible, que los franceses llaman (siempre me gustó y lo saco a colación ahora, pues para eso este es mi loft, y lo decoro como quiero) el après-midi: lo que viene después del mediodía, tras el almuerzo. Esa hora infernal, que en verano aboca a la siesta. Y en invierno, lapso meteórico entre la mañana y la noche, afuera, y en los pueblos, si no se hace nada, se puede pasear, o se puede mirar la vida pasar. La hora nona, atemperado ya el fuego de la matina, todos los propósito se diluyen en ese sopor que tanto se parece al sueño, a la duermevela, a lo que debe ser la muerte. Es como un cedazo. Se levanta uno de la mesa, y las intenciones se congelan, dándose al traste con cualquier laboriosidad. Por lo menos, ese sol, el sol de enero, el sol de la hora nona, es un sol como no hay otro. Calienta el alma por dentro, y da gusto estar vivo cerrando los ojos con fruición, como un niño los abriría en una tienda de caramelos.
19-01-16
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