(Esta es una historia de ficción. Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia. Lo único que de verdad existe es la localización, pues, en algún lado ha de suceder)
Había un villorrio. En Cádiz. Al final del valle del Guadalquivir, hacia Sanlúcar. Se llamaba Chipiona. Estaba acostado sobre el Atlántico, del otro lado de la desembocadura del río. Sus inviernos eran suaves, si no soplaba el Norte o el Poniente. En verano hacía calor, pero se podía soportar, salvo si sucediera que el Levante arrastrara la calima de las sierras y llanos interiores. Entonces, los habitantes de Chipiona respiraban azogue por una, dos y hasta tres semanas. En esos períodos, se comenzaba a perder el juicio. Algunas personas sufrían parálisis temporales del discernimiento, y se daban a las más extravagantes locuras. No es que, de suyo, los moradores de este villorrio discurrieran afortunadamente. Las más de las veces incurrían en todo tipo de necedades pueblerinas, y vivían amansando el espíritu crítico que tan bien construye al ciudadano, con folclore y supercherías.
Hubo un tiempo en que los hombres iban al campo montados sobre el lomo de un burro. Algunos lo hacían sobre un mulo. Ambos eran los animales predilectos de la gente del campo. Los agrestes campesinos que siempre fueron la savia de la población de aquella menuda ciudad, constituyeron desde antiguo una raza aparte. Broncos, desconfiados, rudos y poco dispuestos a cualquier anomalia en su entorno inmediato. Manuel González Jilguero era uno de aquellos hombres. Él fue de los primeros en desechar el transporte animal para ir cada mañana a la parcela que labraba.
Las afueras de Chipiona eran un vasto perímetro de lomas suaves y tierras muy fértiles. Estaban atravesadas por un pequeño arroyo que brotaba de una colina, varios kilómetros al nordeste. De los acuíferos que vivificaban las entrañas de la tierra, el agua salía y recorría en semicírculo una gran extensión de tierra. Desembocaba hacia Rota, en un punto intermedio de la costa, por entre la playa de las Tres Piedras y varios promontorios insignificantes que se abatían sobre el mar antes de La Ballena.
Este arroyo tenía algunos brazos. Uno de ellos recorría la tierra hacia el sur, emergiendo aquí y allá. Entraba en Chipiona y zigzagueaba por entre un espeso eucaliptal cuya frondosa sombra daba cobijo a una casa construida en el ladrillo vivo, sin encalar. Allí vivía Manuel González Jilguero, y de allí salía cada mañana en su flamante mobylette turquesa. Se la compró de segunda mano, más casi nueva, a un soldado americano de la base de Rota, quien se hospedaba más allá, hacia el centro de Chipiona, y que solía pasar por delante de su casa camino a la base, todos los días. Una vez lo abordó, y preguntóle por cuánto se la vendía. Había sido buena la última cosecha de pimientos y tomates que Manuel González Jilguero logró sacar, con innúmeros esfuerzos, durante el último invierno. La vendió bien y con ella pudo comprar varios sacos de garbanzos para el invierno siguiente, unos pantalones nuevos a dita para sus dos hijos, y la mobylette. Su mujer no estaba muy contenta, y cada mañana le recriminaba en silencio aquella adquisición inútil, mirándolo fijamente con sus ojos morenos y la boca torcida en una mueca que era muesca de bala, de haberlo intuido Manuel González Jilguero.
Pero él era un hombre sencillo, y no tenía imaginación. Una mañana, antes de irse, dejó su martillo azul metido en un cubo de agua muy fría, con la idea de que la madera del cabo ensanchase. Había discutido desde muy temprano con la mujer, a quien se le había echado a perder todo el saco de garbanzos, por la humedad que venía del eucaliptal. Estoy harta de vivir aquí. Me tienes muy harta, Manuel. Esto no lo puedo aguantar, le había dicho, aunque él, manso y callado como era, había desistido de discutir y simplemente arrancó la mobylette turquesa y se fue, olvidando el zurrón con todo su almuerzo. Si Manuel González Jilguero no hubiese marchado en aquel momento, habría oído cómo su mujer elevaba la voz hasta hacer llorar a sus dos hijos pequeños, quienes se preparaban para caminar dos kilómetros hasta el colegio de franciscanos en donde recibían clases. La mujer gritó tanto, que sin duda varios paisanos que caminaban hacia Chipiona por el camino junto al eucaliptal escucharon sus maldiciones.
Uno de estos paisanos sonrió con resignación, y dijo en voz alta: el viento de Levante pone a la gente loca, y hoy va a hacer un día muy largo de Levante.
Manuel fue al campo, y volvió. Al regresar, si se hubiera fijado, el martillo ya no estaba en el cubo. Pero tenía tanta hambre, pues no comía desde por la mañana, que Manuel González Jilguero fue directamente a la cocina, a ver si la mujer tenía preparado algo, o si en la casa había algún trozo de pan, aunque fuese del día anterior, que llevarse a la boca. Allí no encontró comida, más sí a su mujer, quien le dirigió la palabra de modo extraño. Manuel no se percató demasiado, y al darse la vuelta para dirigirse al saco de garbanzos, su mujer aprovechó para acercarse por detrás. Lo último que los ojos de Manuel González Jilguero advirtieron fue que tampoco el saco de garbanzos estaba en el rincón donde debía estar. Un segundo más tarde, su cabeza quedó a oscuras, sumida en la inconsciencia.
Cuando despertó, ya era de noche. Las perdices ululaban entre las copas de los eucaliptos, y el follaje de las ramas dejaba pasar algunos haces de luz lunar. Manuel tenía la cara pegada al cieno del arroyuelo. Tardó un buen rato en percibir los sonidos a su alrededor, y más tiempo todavía en darse cuenta de dónde estaba. Pronto saboreó un sabor metálico en su boca, y supo que era sangre. Empezó a dolerle terriblemente la cabeza, por el occipital. Le retemblaban las quijadas. Intentó auparse y sus rodillas flaquearon. La mirada enturbiósele; se sintió fatigado, a punto del desmayo.
Una hora después consiguió llegar a su casa a través de los enormes eucaliptos amenazadores. Le dolía mucho la sesera, al punto de provocarle arcadas. Seguía sin comprender cómo había llegado hasta allí. Su último recuerdo era la imagen de la cocina de su casa, alumbrada apenas por una vela encendida en la palmatoria donde solía ponerla su mujer. Y el saco de garbanzos. Ya recordaba. No había visto el saco de garbanzos. Eso fue lo último, se dijo Manuel, aún confuso.
Al llegar, se lo encontró todo cerrado y oscuro. Columbró que los niños estarían ya dormidos. Echó mano del picaporte, pero la puerta parecía cerrada por dentro. Golpeó con los nudillos, una vez. Pensó que despertaría a los pequeños, y Manuel González Jilguero, que era un hombre apocado y dominado por un terror en esta vida por encima de todos los demás -el de parecer importuno a las personas que le conocían- tocó otra vez la puerta, pero de una forma mucho más suave.
La cabeza seguía doliendo. Sentía cada latido de su corazón, y cada bombeo de la sangre, como si fuese un martillazo debajo de la nuca. No podía cerrar la mandíbula: un pinchazo muy agudo detrás de las muelas se lo impedía.
La puerta se entreabrió muy lentamente. Distinguió entre la penumbra la cara asustada de su mujer. Le pareció muy pálida, y sus ojos eran como dos pelotas muy saltonas. Manuel recordó las bolas de eso a lo que jugaban los americanos en la base de Rota, ese juego con palos que practicaban en pantalón y manga corta aquella gente tan rara. Golf. Manuel había visto muchas de aquellas pelotas duras y pesadas por entre el forraje y los cañaverales, cada vez que iba a cortar cañas allí para forrar la techumbre de chozas y cabañas en Chipiona. Con aquello, en verano, se sacaba algún dinero. Se acordó de aquellas pelotas blancas al ver los ojos tan saltones de su mujer, mirándolo como si estuviera viendo a un muerto.
Qué haces aquí, acertó a decirle la mujer. Le temblaba la barbilla y a Manuel le extrañó aquella manera tan rara y oscura en que sus ojos estaban posados en él. Cómo que qué hago aquí. Ábreme. ¿De dónde vengo? Eso fue lo que preguntó Manuel, como si fuese la cosa más natural del mundo, y su mujer le abrió la puerta, dejándolo pasar y pegándose mucho al bastidor para que no la rozase, como si fuese un espectro surgido de la boca del infierno.
Manuel se sentó en la mesa de la salita. Había un par de velas encendidas. Sintió un pinchazo en la barriga. Eso le ayudó a percatarse de que todavía no había cenado. Pero se sentía muy mal, prendido de cierta irrealidad. Hasta un entendimiento corto como el suyo podía advertir eso. Su mujer rodeó la mesa muy lentamente, sin dejar de mirarlo un instante. Poco a poco, iba recuperando el dominio sobre sí misma. Manuel se hurgó en los bolsillos: sus pantalones estaban manchados de barro. Se tocó la cara y allí también tenía fango pegado, húmedo. Tierra en los labios, la lengua impregnada de un sabor amargo. Y un terrible dolor de cabeza. Sus manos regresaron a los bolsillos y sacó su paquete de tabaco.
—Aquí no se fuma. Te lo tengo dicho. El tabaco y el vino son la maldición de los hombres.
La mujer le había quitado el cigarrillo de la boca, estrujándolo entre los dedos. Se marchó a la cocina, aún alterada. Manuel no dijo nada. Se quedó petrificado sobre la silla. La boca seguía sabiéndole a sangre. Y los labios a arena. Sólo se oían los grillos roncando afuera, y muy finamente, el sonido de la cera derritiéndose sobre las dos palmatorias puestas encima de la cómoda de la salita.
La mujer le trajo un pedazo de pan con varias lonchas de jamón dentro, y un poco de queso. Manuel González Jilguero miró la comida y luego dirigió sus ojos hacia la mujer. Lo seguía observando con una curiosidad que él nunca había apreciado en cinco años de matrimonio, ni en otros cinco de noviazgo. Aunque, en honor a la verdad, él era muy malo para aquellas cosas. Los detalles no se le daban demasiado bien, como a ninguno de los hombres agrestes y brutos del campo que en Chipiona vivían, bebían, trabajaban y dormían, haciendo como si más allá de los límites del villorrio que habitaban no hubiera más mundo, ni más de nada. Oyó un gallo cantando, y eso le sorprendió.
—¿Qué hora es?
—Temprano. Cómete eso y vete a trabajar. Pronto tendré que despertar a los niños.
A Manuel González Jilguero no se le iba de la cabeza la conciencia de estar viviendo un sueño. El dolor ahora era tan irresistible que por momentos le parecía estar flotando en una nebulosa extraña. Las formas del emparedado de jamón y queso que tenía delante comenzaron a moverse, desfigurándose. Se levantó y marchó hacia la puerta. Había perdido el apetito. Buscó las llaves del mobylette hasta notárselas en el bolsillo. Aquello sí que era extraño: él siempre las dejaba sobre la cómoda, junto a las velas, cada noche, al volver.
Con el sabor aún metálico de la sangre en el paladar, Manuel González Jilguero se fijó en el martillo. Estaba dentro del cubo, aunque éste no tenía agua. Tampoco recordaba haberlo vaciado. Se quedó mirando la penumbra, hasta que los ojos de su mujer salieron de la lobreguez y la instaron, con cierto ademán irritado, a que marchara de una vez.