Un cuento de Navidad

(Esta es una historia de ficción. Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia. Lo único que de verdad existe es la localización, pues, en algún lado ha de suceder) 

Hay historias que es preciso contar, a pesar de que lo real pueda confundirnos con su inevitable sabor a cilantro. Había una vez una ciudad que apenas contaba con veinte mil habitantes. Se llamaba Chipiona. En la época en que se desarrollaron los hechos, estaba aquejada de una grave crisis económica. Esta circunstancia estimuló muy notablemente la querencia de muchos de sus habitantes por ciertos negocios oscuros, como el tráfico de drogas o el contrabando. Eran estas unas cuestiones que, si bien tenían consecuencias dramáticas, acaso penales, no preocupaban en exceso al común de los mortales moradores de Chipiona, en contra de lo que pudiera parecer. Las gentes de esta plaza cálida y tumbada al socaire del Atlántico sólo se cuidaban de preparar las fiestas de guardar, con un celo encomiable en todo lo que fuera liviano.

Nuestro héroe, al que desde ahora llamaremos, Augusto, por no precisar, contaba a la sazón 26 años en el tiempo en que hubo lugar esta historia. Augusto era un chico de lo más normal. Corriente, ordinario, no destacaba por ningún talento. Era adicto a lo que en Chipiona pasaba por justo y conveniente a un muchacho de su edad: le gustaba el carnaval, la Semana Santa absorbía todo su tenue fuego religioso, no faltaba a una romería, salía cada fin de semana y, por supuesto, no trabajaba. Tampoco había cursado estudio alguno más allá de primero de Bachillerato; segundo, por ser justos, grado que le había supuesto más de un esfuerzo denodado y que rindió sus exiguas fuerzas intelectuales antes de tiempo.

Era pues, Augusto, un hombre desocupado. Pero un hombre desocupado también necesita dinero, quizá más que el hombre laborioso. Y bien era sabido en Chipiona en aquel tiempo, que un hombre sin dinero pasaba por ser un cadáver de permiso. Eso no podía tolerarse en una sociedad pequeña que no eximía a sus componentes de ninguna de las obligaciones de jolgorio y frenesí que el pomposo calendario andaluz ofrecía a lo largo de todo el año.

La desocupación costosa de nuestro amigo Augusto era la fuente de todas sus obsesiones. Le obsesionaba lo que él llamaba vestir bien, y comer fuera. No podía contentarse -qué hombre de 26 años lo haría- con almorzar en su casa cada fin de semana. Eso era propio de necios y amargados, pecado capital en Chipiona. Augusto también se obsesionaba con gastar a la mano de sus amigos que sí trabajaban. Iba al gimnasio, como era natural. A pesar de que jamás se había planteado su necesidad o afición verdadera por dicha actividad, aquello no podía soslayarse, puesto que al no ser hombre de luces excesivas o, lo que podríamos llamar en nuestro tiempo, un lumbreras, Augusto necesitaba de un cuerpo torneado según el canon griego y de un carácter manifiestamente generoso en el dispendio público para no pasarse los meses sin tratos carnales con las mujeres del lugar.

De resultas de todas estas cuitas, Augusto estaba siempre sin dinero. Hallar un trabajo bien remunerado y que no le exigiera esfuerzo elevado, era inconcebible, por la naturaleza inconclusa de su formación, así como por la penosa situación financiera del país en aquellos tiempos oscuros a que antes hacía mención. Augusto se vio, como tantos otros de sus contemporáneos, en la necesidad, del todo imperiosa, de acercarse al narcotráfico.

Sin embargo, ¡ay! Resumiendo, Augusto se vio envuelto en una circunstancia tanto más perjudicial para su familia que para él mismo. Su padre había sido toda su vida, un campesino. En los tiempos de bonanza logró sacar lo suficiente como para ampliar el parque automovilístico de la familia, a tres. Se había casado con apenas 22 años con su mujer, ama de casa. Lejos del colegio desde los 8 y 9 años, todo lo que tenían se lo debían a su trabajo. Él compensaba, durante la crisis, el escaso fruto de la floricultura de baja intensidad, con algunos arreglos fiscales que le permitían cobrar un subsidio agrario. Esta situación, en aquel tiempo, en Chipiona, era la más natural del mundo: un hombre llegaba a un acuerdo con un conocido, a veces un amigo de la infancia, que tenía un invernadero y estaba dado de alta en la seguridad social; el hombre lo apuntaba en el registro como trabajador suyo, a lo mejor a tiempo parcial, a lo mejor todo el año. Según conviniese, le declaraba en régimen de media jornada, o le daba de baja y volvía a contratarlo pasados seis meses. Mientras tanto, el otro no se presentaba, naturalmente, ningún día en su supuesto puesto de trabajo, y así podía dedicarse a trabajos menores y a chapuzas aquí y allí con las que lograba juntar unos quinientos o seiscientos euros que a finales de mes venían a juntarse con la consiguiente retribución del Estado. De manera que así avanzaban las familias, con la ambición justa que el clima, muy benigno y suave para con las gentes de Chipiona, les concedía.

Augusto habíase comprado una moto chopper aprovechando un dinero que el padre obtuvo gracias a un contrato de peón de albañilería, un verano, antes de la gran crisis de 2007 que perturbó Chipiona y la generalidad del país. Al principio, el dinero iba a servir para pagarle al niño el final del bachillerato. Ya saben, todo eso que hace falta para estudiar: fotocopias, libros…pero a Augusto le faltaba lo principal, que eran las ganas. Había que sacrificar demasiado, demasiadas tardes roneando en el parque, paseando en scooter, fumando, bebiendo litronas, buscando niñas. Al final lo dejó, y vino la moto. La chopper era su joie de vivre, su placer más desconsiderado: antes se metería a trapichear con  droga, que verse obligado a venderla, declaró una vez en público, en uno de sus impetuosos arrebatos de vanidad juvenil. En efecto, había alcanzado ese angustioso límite. No se planteó, como es obvio, desprenderse de su preciosa caballería.

Habló con un amigo. Éste le presentó a otro, que consumía alguna que otra vez. Nada grave, cocaína en las fiestas mayores, hachís en lo menudo, marihuana cuando necesitaba dormir. Aquél preguntó a un camello local si sabía de algo. A través de éste eslabón se llegó al final de la escalera, y desde el umbral de la gloria llegó una oferta: seis mil euros por descargar una lancha llena de fardos de hachís que vendría una noche, antes de Navidad, a la playa de Regla.

Todo quedó concertado. Mientras que la apetencia del peculio despejaba de tribulaciones la mente de nuestro héroe Augusto, en su familia se preparaban las magnas comilonas que en Chipiona solían hacerse durante las fiestas de Navidad. Ajenos al drama que aún latía en estado embrionario, su padre, su madre, su hermana pequeña, sus abuelos, juntaban esto con lo otro, el dinero de allí con la paga de aquí, dejaban fiado en la carnicería el pavo relleno y pedían prestada la nevera al cuñado que no la usaba porque tenía otra más grande: había que guardar el champán y los langostinos, y no se podía escatimar aunque fuese sólo en cantidad -la calidad siempre fue sacrificada entre las gentes de Chipiona, por el número, que lucía más y a los ojos glotones del pequeño burgués cuyo abuelo fue campesino y pasó hambre, era el signo inequívoco de la prosperidad-. Hacían, en suma, lo que todas las familias de aquel tiempo, y de aquella tierra.

Inútil es relatar las horas previas a la terrible noche que dio con la desgracia de Augusto. También es en vano enumerar las estupendas fruslerías en que contó nuestro hombretón en gastar el dinero que iba a ganar. Quedó el trato convenido en que debía aparecer por la playa bien entrada la noche, sobre la 1. Una planeadora se acercaría y Augusto, junto con cinco fulanos más de quienes a él sólo le dijeron el número, se acercarían raudos a descargarla bajo el muro que protegía el paseo marítimo, a la altura del Faro. De allí se irían no sin antes haber subido el cargamento arriba, la paseo, donde habría una furgoneta dispuesta a llevárselo. El chófer dispondría del dinero en metálico. Saldrían pagados y todo se haría tan veloz y sigilosamente que nadie podría decir, cinco minutos después, que una transacción tan asombrosa de género estupefaciente había sido llevada a efecto en aquel mismo lugar, tan onírico por las tardes, cuando las familias de buen corazón de Chipiona, y las de malo, sin distinción, paseaban a sus preciosos hijitos disfrutando del sol y del mar.

Llegó la noche señalada. Se presentaron los avisados, todos de negro tal y como les habían sugerido. Avanzaron por el paseo; descendieron sigilosos por la rampa que usaban los veraneantes; en la arena, por entre las piedras dejadas al descubierto por la bajamar, alcanzaron la orilla. Esperaron. Arriba, las novias de los otros hacían la guardia. Augusto no tenía novia; tampoco las tenía todas consigo. Sentía una inquietud molesta y extraña. Hasta ese momento se había representado la aventura como una hazaña, algo novelesco a pesar de que él no era de leer novelas, ni nada que no fuese la prensa deportiva, y sólo los titulares. Había dicho en casa que no volvería hasta el día siguiente, por la tarde. Recibió quejas de su madre por no dormir en el hogar en la víspera de Nochebuena: se zafó de ellas como solía hacer siempre, simplemente caminando hacia la puerta con el móvil en la mano. Irritábale esa manía de su madre por conocer todos sus movimientos, esa ternura rayana en lo impertinente. ¡Qué sabría ella, pensaba Augusto! ¡Ese era el carácter de nuestro héroe!

Nuestro héroe avanzó con los demás. Ninguno hablaba. Teléfonos apagados, miradas tensas. Se distinguían bien en la oscuridad, gracias a la luna, que estaba llenándose. De pronto, el sordo ruido de un motor fueraborda. Llega la neumática, una sombra negra deslizándose hasta la orilla como un fantasma silencioso. Saltan tres hombres, que no dicen palabra: comienzan a descargar. Augusto se pone en movimiento. Forman una cadena entre todos, para trasladar los bultos más rápido hacia las rocas. Augusto es el primero. Dos veces se le caen a la arena mojada, haciendo ¡chof! y llenándole el pernil de barro. Todo por mirar hacia el malecón, donde no se sentía nada. Reconocía las siluetas de las mujeres, asomadas al pretil. Ni una luz. Habían cegado las farolas con pintura negra, y la idea fascinó a Augusto por todo lo que tenía de previsora. A él jamás se le hubiera ocurrido. Gruñidos de fastidio del que les daba los fardos, al que no se le escapaba siquiera un monosílabo. Sin embargo le manifestó su enojo empotrándole el siguiente fardo en la barriga. Iba ataviados con guantes. Él no llevaba nada, y apenas sentía las manos, yertas. Tremendo error, pensó Augusto, y fue lo último que pensó antes de oír el grito.

—¡Niños, los civiles!

—¿Dónde?

—¡Aquí!

Augusto sintió una mano fuerte que le agarraba el hombro derecho. Oyó chillidos a su lado y el chapoteo que provocaba el intento de huida de algunos compañeros. Gemidos en la lejanía. Dos figuras negras derribando a otra, un poco más allá. Hacia el faro. Él se había quedado muy quieto, viendo lo que pasaba a su alrededor como en una película de cine a cámara lenta. Los de la lancha tiraron varios fardos y lograron ponerla en marcha antes de que los guardias civiles les prestaran atención. Cuando Augusto volvió a la realidad, notó humedecidos sus calzones, aquellos Calvin Klein de los que tan orgulloso se sentía. Se había meado encima.

Esta historia no puede sino terminar con el más triste de los epílogos. La familia de nuestro desgraciado aventurero, viendo que eran las 9 de la noche del día de Nochebuena y que Augusto no contestaba a ninguna de las angustiosas llamadas -al principio coléricas, luego preocupadas, al final abiertamente melodramáticas- de sus padres, decidió sentarse a la mesa. Había de todo, como era lo natural. El ambiente era tenso. Caras largas. Este niño nos va a matar con sus tonterías, decía el padre. Dónde estará mi hijo, musitaba en silencio la madre, infeliz mujer que no sabía dónde mirar ni en qué posar sus manos nervudas llenas de venas azules.

—Se va a enterar. Aquí se acabó el dinero para sus caprichos. Ni gimnasio ni ropa. A partir de ahora tendrá que trabajar. ¡Va a conocer lo que cuestan las cosas!¡Esto no se hace, tener a su madre así, el día de Nochebuena, sin dar señas desde ayer!

Así se expresaba rotundo el padre, mientras pelaba una pata rusa y comenzaba a llenar de casquería su plato, cuando sonó el timbre. Eran dos agentes de la Guardia Civil, perfectamente uniformados, con el rostro preñado de la circunspección de la Ley.

—¿Aquí vive Augusto Fulano de Tal?

—Sí, somos sus padres. ¿Le ha pasado algo?

—Van a tener que acompañarnos a comisaría. Está detenido por tráfico de drogas. Entre otras cosas

La madre comenzó a sollozar, apoyada en el hombro del padre. Éste, aún con los dedos húmedos de marisco, miraba a los policías con la mirada perdida de los boxeadores sonados. De fondo podían oírse villancicos flamencos. Sonaba ese que dice

qué dolor, 

qué dolor, 

una corona de espinas

Estaban dando en la Televisión la “Nochebuena Andaluza», de Canal Sur.

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