Belcebú

Caminaba en un silencio sólo profanado por el crujir de la arena bajo sus pies. Mantenía un caminar cansado, algo que confirmaba su aspecto, demacrado y exhausto. Se quedó sentado en una roca, y se quitó el casco abollado. Suspiró profundamente y miró al cielo con ojos rotos, por el cansancio, por el olvido, por lo pasado.

El cielo podía describirse con una palabra: tenebroso. El atardecer pintaba nubes amenazadoras, brumosas, negras, acuchilladas por rayos de luz ocre que acentuaban el fulgurante resplandor extraño de aquel cielo. Un cielo de derrota.

Jerusalén ardía a sus espaldas, en el horizonte. Aún podía ver, y oler, las columnas de humo que salían de la ciudad en llamas, expoliada. Estaba solo, y el polvo lo cubría desde la cabeza a los pies. Había perdido el escudo en la batalla, y su capa estaba deshilachada, destrozada a tajos, irreconocible.

Sentado en aquella piedra, con la mirada perdida en el infinito, se lamía las heridas. Tenía la piel sajada, curtida al sol de Palestina, y su sangre se mezclaba con el polvo y la tierra que tenía pegadas en la cara. Suspiró. Se miró las manos ensangrentadas, y supo que era suya.

Corría una ligera brisa que sólo llevaba polvo terroso que lo asfixiaba. Iba a desmayarse de un momento a otro. Vio una extraña figura, oscura, indefinida, que iba acercándose lentamente. Pronto lo tuvo delante. Ni siquiera intentó agarrar su espada, por que no tuvo miedo.

Belcebú le habló:

– ¿La ves? ¿Allí, al fondo, la ves? Parece azabache, pero no lo es. Mírala, obsérvala atentamente. Está ahí. Mírala. Su cara es blanca como la nieve, y su corazón es frío, aunque no lo parezca. No dejes de mirarla.

La ligera brisa volvió a soplar, esta vez más fuerte, levantando más polvo árido sobre la figura del templario solitario. Se tentó entre su maltrecho uniforme, y palpó la pequeña cantimplora que aún contenía algo parecido al agua. Con gesto pausado se echó al gaznate lo que quedaba del líquido, y por su garganta, reseca por el calor y la batalla, corrió el agua como por una tierra largo tiempo huérfana de lluvia. La garganta le quebró como una rama seca pisada por una bota de hombre, pero agradeció aquel efímero alivio.

Levantó la mirada hacia la figura oscura. Estaba muy cansado. Quería dormir, dormir para siempre. No consiguió ponerle cara a aquel Belcebú terrible que parecía reirse de aquel templario solitario que descansaba en aquella piedra, bajo aquel atardecer llameante de nubes negras, con Jerusalén al fondo, ardiendo bajo el fuego sarraceno.

Miró a la figura que en el horizonte Belcebú le había descrito. Era blanca como la nieve, y parecía azabache, pero no lo era. Pensó que era un ángel, y sin embargo la conoció. La había conocido siempre. Sintió un escalofrío recorriendo su espalda.

Estaba solo, bajo un cielo sin Dios. Hordas de sarracenos ululaban a su alrededor en aquella estepa solitaria. Belcebú volvió a hablarle:

– Ella destruirá tu corazón y tu voluntad

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