John el Yihadista

A John le gustaba disparar. Apuntaba con el kalashnnikov y se entretenía. Bang, bang. Ensayaba puntería con un busto en mármol del emperador Adriano. Lo tenía puesto sobre un palenque, en la ciudad vieja de Palmira. Le había hecho cuatro o cinco impactos directos sobre la frente, la nariz o los labios. Pero el hijo de puta seguía conservando las facciones esculpidas del rostro. John había aprendido a disparar con el Call of Duty, en la Play. Días enteros sin quitarse en pijama jugando a shooters, conectado a Internet, en el cuarto de su casa a las afueras de Londres en donde no dejaba entrar ni a sus padres. Le gustaba pedir pizza y no salir en tres días. Tampoco dormir. Probó el eme en una Nochevieja. No le cogía el móvil a sus amigos. Dejó el instituto y tres o cuatro módulos que empezó luego. También las pruebas de acceso a la Universidad. Bang, bang, bang. Ya sabía recargar el AK tan rápido como lo hacían sus mentores, viejos oficiales de la guardia republicana iraquí y otros tantos zorros de la guerra entre montañas que había conocido desde que llegó a Siria. Pero el busto romano aquél no se caía. Se acordaba de haberlo visto en una foto, en un libro de Cultura Clásica, en la secundaria. No le interesaba un carajo de toda aquella historia de griegos y romanos. Pero se quedó con la cara. Con los rizos tan perfectos que le habían salido al escultor. Con la barba. Él quería tener una de aquellas barbas, como las de sus camaradas. Barbas cerradas de muyaidín. Pero la suya ni siquiera le cerraba. Los otros le llamaban, de choteo, pelo de huevo. Cada vez que se lo decían, John se alejaba y practicaba su tiro contra el busto de Adriano, empeñado en acertarle justo en las barbas. Bang, bang. Se lo había encontrado vagando por entre las columnas del templo mientras sus compañeros colocaban la dinamita con que lo volaron. Decidió quedárselo. A John le gustaba matar. Le había cogido gusto a rajar gargantas, al sonido del metal hundiéndose entre las junturas y los cartílagos. Al ruido de la sangre brotando. Al gorjeo ahogado de las víctimas. Al chisporroteo. Pero tenía que disparar mejor. Eso le había dicho Abdulá, el afgano, que había aprendido a disparar contra los americanos. Cuando el susurro apenas perceptible del dron escamó a John, se quedó mirando al cielo con un paquete de balas de repuesto en una mano, y el cargador del kalashnnikov en la otra. La explosión lo lanzó contra el palenque. Lo último que alcanzó a ver John el Yihadista, empotrado contra las tablas y con el cuello roto, fue la cara de mármol agujereada, arañada y desgastada del emperador Adriano, viniéndosele encima. Con media sonrisa todavía esculpida entre unos labios de más de dos mil años.

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