El sol muriendo en Acre

El templario se apoyó en la pared de una tapia desconchada y herrumbrosa. Estaba exhausto, dolorido, sucio. La ciudad ardía. Las hordas de Saladino entraban a borbotones por las brechas de la vencida muralla de San Juan de Acre. Eran ríos de sangre fluyendo de unas venas sajadas y abiertas en canal.

El sol se estaba poniendo. Acre ya no existía. Una masa vociferante e histérica se apiñaba en los muelles. Buscaban despavoridos un barco cristiano con que huir. El saqueo sarraceno se olía, se palpaba, se podía incluso ver. De los arrabales de la ciudad subían como carcoma. Algunos saltaban al agua, arrebatados por el paroxismo del miedo.

El miedo. El miedo que paraliza y azota. El miedo que hace saltar cuando es tarde. El miedo que atormenta.

El templario miró todo aquello con hastío. Cansado. Tiró al suelo su maltrecha espada. La miró a ella, que estaba enfrente suya, alzada como una sombra fantasmal. Era una luz en la ciudad que moría. Una esperanza en el despojo que se avecinaba. Un faro en medio del apocalipsis.

Una luz que él sabía finita. En aquella oscuridad, en medio de aquel mundo que se acababa, que se caía a pedazos delante suya, aquella luz lo era todo.

Se miró las manos. Uñas rotas, piel rajada, reseca, cuarteada. Por el sol. Por el hambre. Por la arena del desierto. Por la empuñadura ruda y salvaje, que dolía. Pensó en todo lo que había pasado para llegar hasta allí. La miró a ella. Volvió los ojos hacia los barcos cristianos que zarpaban, en desastrada huida, dejando atrás a miles de muertos vivientes que serían pasto de la furia enemiga. La miró a ella, otra vez.

Mi salvación por un beso

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