Exvotos y difuntos

Querida Flavia,

hoy quiero hablarte de los cementerios. Ayer fue 1 de noviembre, día de Todos los Santos. Supongo que esto no te será natural cuando estés leyendo estas líneas. Lo comprendo. Es el tiempo, es la Historia, son las cosas, cuya esencia parece ser, en verdad, móviles y fluyentes, como decía Heráclito. Pero me parece importante que conozcas qué se suele hacer en la tierra donde nací cuando llega el primer día de noviembre, y aun el segundo, Día de los Difuntos. La gente honra a sus muertos, que es uno de los tres preceptos que rigen la vida de los hombres desde antiguo. Pero, no creas, carísima Flavia, que esta es una ocupación que ataña a toda la gente, sino en una porción muy mayoritaria, sólo a las mujeres. En las mujeres pervive, como una huella indeleble al paso del tiempo, la noción de respeto y memoria de los que fueron. En ellas, siguen siendo, y esto quiero que lo sepas. A este objeto escribo esta carta.

No verás a nadie más en los cementerios, aunque supongo que cuando te toque, tú lleves a los tuyos. No te pido que vayas por mí, pues esa vanidad es toda una futesa. Pero los cementerios son lugares interesantes. En ellos, hogar de la muerte, late la vida. Pues cada lápida, cada fotografía decolorada pegada al mármol, cada ramo de flores, recuerda el caudal incesante de lo que está vivo, porque sólo la vida recuerda. Y pensándolo desde un punto de vista puramente técnico, o científico, es natural que sea la mujer quien, mucho más que el inconstante y liviano varón. ¡Pues es la mujer, dadora de vida, fuente y origen de todo! Algún día lo entenderás, aunque espero, y ojalá no me equivoque, no influirte nunca en el modo en que afrontes esta circunstancia inherente a tu divina condición.

Querida Flavia, no deberías olvidarte de los cementerios. No son lugares adecuados para el espíritu juvenil, y esto no escapa a mi entendimiento. Sin embargo, todos los rituales, sobre todo en los que uno no cree, ayudan a comprender la tramoya de la existencia. La mujer que lleva un cubo, y dentro una esponja grande; que llena el cubo en el grifo aparejado para ello por el enterrador, una, y otra vez; la mujer que limpia el nicho, puliendo la mugre que enmohece las letras esmaltadas sobre el mármol negro o blanco; la mujer que cambia las flores, que las clava en la base de goma cuya función es fijarlas y que el viento o la lluvia no las mueva. Todo esto quizá no tengas que aprenderlo, pero sí es bueno que asistas a la ceremonia, que suele ser silenciosa aunque de vez en cuando, algunas personas se congregen delante de las paredes comentando dónde descansa Fulano, dónde Mengano. Es gracioso pues van en grupo. Las mayores, con un pañuelo alrededor del cuello, arrugadas como pasas. Largas faldas de colores oscuros, como las mujeres mediterráneas antiguas. Las jóvenes, en vaqueros y anoraks de plumas. Vamos a ir a ver a Zutano, como si aún estuviera vivo, como si las estuviese esperando allí, en la esquina, acodado en la barra del bar, conversando con el vecino de nicho mientras le pide al camarero otra cuarta de manzanilla.

Que no te asuste este uso del tiempo presente, queridísima Flavia. No están locas, ni han perdido la cabeza. Para ellas, el cementerio es un lugar atemporal, un espacio libre de la sujección material a las horas, a los minutos, a los segundos. Y en cierto modo, siento lo mismo al entrar en ellos, generalmente una vez al año, para ir a ver a los abuelos. Es como si estuviera todo tal y como lo dejé la vez anterior; como si hubiese estado allí ayer. Como si los meses no pasasen. La vida congelada. Los hombres fuman en la entrada, solemne. Gitanas viejas y jóvenes venden margaritas, lirios, nardos y otras flores a la entrada del cementerio. La garita del enterrador siempre está abierta. Las escaleras van de aquí para allá, y encima de ellas juegan los niños, que acompañan a sus madres, a sus tías y a sus abuelas como si estuviesen en el parque. No es que haya familiaridad con los muertos, Flavia. Es que la vida fluye de esta manera, confundida con lo que se pudre dentro de los mármoles. Contemplarás los antiguos y los modernos, supongo. Yo aún puedo leer los epitafios en nichos que tienen más de cien años. En cada oportunidad que voy descubro algo nuevo, como un requeté enterrado tan lejos de Navarra, muerto en el 37, igual que cinco camaradas, pues así reza la lápida, caídos por España -nunca está mejor dicha esa frase que cuando se dice por la Guerra Civil- perecidos en la Batalla del Júzcar. O el hincha de la Real Sociedad que decidió pasar al Hades con el escudo de su equipo, tan del Norte, de tan lejos, grabado en su túmulo. Por eso tienes que ir, para que veas como, a pesar de todo, tanto hay que amar la vida y tanto se ama, que nadie puede abandonarla sin querer llevarse un poco. Para eso están los cementerios, para dejar un hatillo de nuestra propia vida, apenas unas siluetas amontonadas en una bolsa, apoyadas en el vestíbulo.

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