Estuve hace poco en Cádiz. Mi principal interés era conocer su catedral y el Teatro Romano. Dejando a un lado esa filia personalísima que tengo con las catedrales, que habré de explicar convenientemente algún día, fui derecho al barrio del Pópulo. Es la raíz vieja de Cádiz, un amasijo de tres milenios. Como aún queda algo del optimista que fui, decidí visitarlo el lunes 12 de octubre, que es fiesta nacional. Y como es día feriado, me dije: ha de estar abierto, pues no pretenderán que la gente abandone sus cotidianas ocupaciones para darse al ocio, aunque se trate del ocio cultural y esto nos lleve a otras honduras metafísicas que no pretendo abordar hoy. La cosa es que fui, y estaba cerrado. El Teatro Romano, de Balbo por el mecenas que lo construyó, fue descubierto hace relativamente poco. Durante varias décadas el lugar permaneció olvidado, lo más natural del mundo en España y mucho más, en Cádiz, donde la Historia es casi siempre un fardo pesado en vez de promesa de prosperidad. La Junta se ha llevado rehabilitándolo lo menos tres o cuatro años. Sólo ve la luz en parte. Desenterrarlo por completo es tarea de gigantes, y España hace tiempo que dejó de parirlos. Por fin está abierto al público, más no en domingos ni tampoco es festividades. La próxima vez habré de ir a Cádiz en miércoles o jueves, por la mañana, no vaya a ser que por un desatino de los transportes públicos llegue más tarde de las dos y me lo encuentre, también, en clausura. Porque es bien sabido que en Andalucía, y más en Cádiz, por la tarde sólo trabajan (y de 6 a 8) el que tiene que pagar algo.
Como fui, y no pude entrar, paseé por los alrededores. Es un placer y les conmino a hacerlo, si pueden. Desde la plaza de la catedral se accede, atravesando un arco medieval y a través de una calleja de piedra, a otra plazuela abierta a dos alturas sobre el costado del gran templo y bajo la catedral vieja. Éste es el templo cristiano más antiguo de la ciudad. Las paredes enjalbegadas, el zócalo de piedra ostionera, y la bóveda, gotiquísima, merecen la visita. Dentro hay un Cristo al que dicen le crece pelo natural, pero estas frivolidades africanas tienen un interés meramente antropológico, que estaría bien atender. Pues, ¿qué clase de hombre querría adorar a un dios que es como él? ¿que luce su misma melena mortal, susceptible de encanecer o, blasfemia mayor, caerse? ¿cómo se le reza a un dios alopécico?Lo interesante de esta iglesia no está tallado. La techumbre, pequeña y vieja, del Treccento, le da a uno la idea, vista desde la Torre del Reloj de la catedral nueva, de estar ante uno de esos templos de Tierra Santa recreados en Assassin´s Creed. Delante de la catedral original hay un aljibe, que hace también de humilladero. Quien no conozca Andalucía difícilmente podrá hacerse una idea de qué es esto. Un humilladero es como un santuario minúsculo donde se venera un pozo, un escondrijo rocoso o algún tipo de piedra sacramental, donde supuestamente se escondió a una virgen durante la dominación musulmana o algo por el estilo.
Estos humilladeros, hoy en día, están protegidos de la bárbara, atea y relativista acción exterior por una verja mohosa. A la verja hay una celosía metálica pegada, y varios candados bien aherrojados a la cerradura sellan la entrada, por si hiciera falta. Cuando yo era pequeño y me asombraba ante tamaño blindaje del hecho misterioso, mi madre me contaba que se guardaban dentro de los humilladeros exvotos, reliquias, crucifijos e imágenes devocionales. Entonces la gente echaba dinero, como hacen los turistas en la Fontana di Trevi. Yo me admiraba de estar ante la presencia de un dios tan reservado, de una religión que tan poco se fiaba de sus crédulos que tenía que recogerse dentro suya, enroscarse en espacios cavernosos donde siempre era de noche. En aquellos tiempos, menos bárbaros, menos ateos y menos relativistas que los nuestros, y sin duda por ello mejores -y si no consúltenlo con sus mayores, quienes siempre les dirán que antes se vivía mejor y más seguro que ahora- los heroinómanos, famélica legión transhumante en pueblos y ciudades, metían por las rendijas de la verja una cañita a la que pegaban un chicle en su cabo. Con el chicle, dándose una maña prodigiosa, iban sacando las monedas que el cristianísimo pueblo ofrecía en ritual a Dios; de modo que desde entonces los humilladeros son lugares tétricos envueltos en un tenebrismo tan barroco como el corazón común de Andalucía.
Detrás del aljibe está la catedral vieja, como digo. Y detrás de la catedral vieja está el Teatro Romano. Es pródiga la provincia en que vivo en ruinas arqueológicas grecorromanas. Quise comenzar mi tourné por el que fuera segundo teatro más grande de la Hispania romana, tras el de Corduba. Había leído por la mañana, en el Museo de Cádiz, que cuando los navegantes que cubrían la travesía entre Ostia y Gades columbraban la bahía de la entonces ínsula gaditana, la mole imponente del Teatro de Balbo les saludaba como estandarte esplendoroso de la civis. Hube de rodear lo que era la parte exterior, llamada muralla, correspondiente al semicírculo del graderío, para acceder por dentro del Pópulo a la, también, primitiva entrada principal. Como ya dije que estaba cerrado, volví sobre mis pasos hacia el paseo marítimo al que saluda la vieja tribuna y quise curiosear por entre un espacio abierto entre la pared del ábside de la vieja catedral, y la cavea. Unos rosales, algunos árboles menores y varias macetas de tamaño diverso franqueaban el paso. Cuando salté los mojones que la Junta puso para hacer de barrera entre la acera y el acceso a la muralla, olisqueé algo. Aquello se tornaba extravagante.
En efecto, aquí, allá y acullá, excrementos humanos, algunos pisados, otros en su virginal estado depositorio, amojonaban el camino hacia la vista del Teatro como sus tocayos de piedra jalonan las carreteras del mundo. Pegado a la pared blanca de la catedral vieja había un coy azul. Apenas tres metros de tela deshilachada, de la que resaltaban parchetones que hacían pensar sino iba a ser aquello plástico del que están hechas las bolsas grandes de IKEA. Un señor, cuya apariencia era una mezcla entre Mahmud Ahmadineyhad y Ulises de rave en una playa mediterránea en su último año de odisea, tenía bajo el coy todo su castillo: varias cajas de las que llevan al supermercado las hortalizas, algunas mantas alfombrando el suelo, una suerte de samovar encima de una caja de cartón y un colchón arrebujado en lo más hondo de aquella tienda de campaña improvisada bajo el cielo azul de Cádiz. Entré por los respetos de aquel buen ciudadano como con timidez. No obstante, a pesar de la titularidad pública de aquel cuchitril, de aquel córner al aire libre, estaba violando su intimidad domiciliaria, su más pura privacidad. Pero el fulano ni levantó la vista cuando yo pasé a su lado, ni por supuesto dejó de hacer otra cosa sino continuar cosiendo un pantalón o lo que fuera que tuviese entre las manos, que yo no quise mirar: me han enseñado desde pequeño a no ser indiscreto.
Para quien duerme todas las noches junto a Jesucristo, las coéforas, las suplicantes, las troyanas de Eurípides y los siete que fueron a por Tebas, un tipo con barba y gafas de sol que hacía fotos con el móvil no debía suponer ninguna novedad extraordinaria.
Los límites de su propiedad, la mejor situada de Cádiz, eran, como digo, el ábside de la catedral, la valla metálica que impedía el paso a la cavea del Teatro de Balbo, y varios arbustos cuyo basamento macetero confería al apartamento un algo de inviolabilidad. El hombre cagaba y meaba allí donde podía, y jamás pudieron pensar ni Esquilo, ni Sófocles, ni tampoco el remilgado de Eurípides, que encima de las piedras en las que se representaron miles de veces las tragedias de Agamenón, Clitemnestra, Edipo o Polinices, que ellos escribieron, iba a terminar defecando un individuo que de tan anónimo y olvidado que era, parecía vomitado desde el centro de la Tierra. Sin que nadie supiera dar cuenta, aquel hombre estaba allí. Y ciertamente, pensé, gozaba de las mejores vistas de la ciudad. A un lado, el eco no apagado todavía del mundo antiguo, la vibración de los héroes de Troya latiendo en las piedras construidas por Roma a modo de cenefa del Atlántico. Al otro, el gótico palpitante que trajo Fernando III el Santo a Cádiz desde los reinos del norte; ese gótico ingenuo y etéreo, ligero, abovedado, grácil, que aventuraba otro mundo más allá de las tinieblas de éste y que en Cádiz se transformó en un dulce blanco de repostería, heraldo del barroco. Y en frente, de balcón: el mar infinito que no se terminaba hasta América. ¡Qué afortunado, en su miseria, aquel paria de enciclopedia, paria de los parias, paria parisissimo! Tres mil años de Historia lo arropaban, y ni siquiera necesitaba contar ovejas por las noches, para dormir. ¡Podía contar héroes e imaginarse que aquellas ruinas eran las murallas de Troya!
Aristófanes habría sacado una comedia muy jugosa de la situación. Sin embargo, hoy nos tenemos que conformar con Dani Rovira, quien ha hallado un filón en la arquetípica diferencia entre españoles del sur y españoles del norte. Nuestros fénix del ingenio sólo tendrían que salir a las calles de España, que son todas emporio de bufonadas y paraíso para el choteo. De lo que ya dudo es que los españoles los hiciésemos, en ese caso, de oro.
Me fui de allí pensando que si algún día me veo en la incómoda tesitura de tener que mendigar, y carecer siquiera de un techo donde emborracharme, me iré a algún lugar con mar. En el sur, naturalmente, donde, puestos a pasar frío en invierno, y calor en verano, hay menos días de frío en invierno, y el calor puede tolerarse, siempre que uno tenga peores cosas en que preocuparse. Sin lugar a dudas, hay pocos pedigüeños dignos de envidia en el mundo. Aquel morador del coy de Balbo era uno de ellos.