El hombre que estuvo allí

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Acabo de leerme uno de los clásicos de Manuel Chaves Nogales, la recopilación de reportajes con que el periodista sevillano alumbró el personaje, absolutamente veraz, de Juan Martínez, maestro flamenco y artista de variedades: El maestro Juan Martínez que estaba allí. La obra es capital. Libros del Asteroide ha reeditado unos textos, publicados originalmente en el diario Ahora en 1934. Que el testimonio de Juan Martínez viese la luz, precisamente, en 1934, es la primera de las circunstancias históricas que lo han relegado al ostracismo. Ese año se produjeron en España importantísimos acontecimientos que determinaron la deriva del último bienio republicano antes de la guerra: la Revolución de Asturias, la sublevación catalana y la serie de huelgas generales que agitaron muchas ciudades en todo el país. 

Lo que se cuenta en este libro contradice, entonces y ahora, esa fascinación que la Revolución Rusa sigue ejerciendo en el imaginario de los partidos de izquierda españoles. Las peripecias de Juan Martínez y la Sole, su compañera de fatigas flamencas y esposa, desde que dejaron el Montmartre rumbo a Estambul, hasta que dieron con sus huesos en Kiev, en mitad de la Guerra Civil rusa, desmienten de manera categórica todo lo que de idílico y redentorista tiene aún el mito soviético en su etapa de gestación.

El golpe bolchevique al Gobierno Provisional de Kerensky le cogió a la pareja en el mismo San Petersburgo. Chaves Nogales cede la voz narrativa a Juan Martínez, en una magistral interpretación de la dirección periodística o cómo un reportero puede explotar el potencial de una historia sin necesidad de incluirse en ella; Juan Martínez pinta un fresco demoledor, una ciudad sumida en la anarquía, en el caos, llena de soldados rojos y blancos que controlaban alternativamente los distritos de la capital administrativa del imperio ruso. Entre San Petersburgo, ya pronto Petrogrado, y Moscú, a donde se trasladaron tras el cierre y posterior aniquilamiento del mítico Villa Rodée (donde Juan Martínez y la Sole alternaban con lo más granado de la élite aristocrática, burguesa y militar del zarismo), Juan Martínez cuenta el pánico cerval ante el arbitrio, que es la peor de las circunstancias inherentes a toda revolución: la ausencia de justicia, la sensación inasumible de que se puede morir en cualquier momento y bajo cualquier pretexto, sin que el asesinato importe lo más mínimo a nadie. A los rojos no les gustaba el espectáculo ni el artisteo, y por eso la pareja hubo de huir al sur, a Ucrania, la famosa Rusia Blanca donde aún resistían los ejércitos que combatían al bolchevismo porque de algo había que vivir, naturalmente.

Y nos encontramos de golpe y porrazo viviendo en pleno régimen soviético. En cada casa se reunieron los inquilinos y formaron un comité. Los bolcheviques iban, casa por casa, diciendo a los inquilinos lo que se había de hacer. El comité de vecinos se reunía y elegía a uno de ellos comisario de la vivienda. De la noche a la mañana pasamos de un mundo a otro. La casa era nuestra, de los inquilinos; ya no había propietarios. Se acabó el casero. Yo no me lo creí del todo, pero entre muchos vecinos aquello produjo un gran revuelo. Cada cual se adjudicó las habitaciones que pudo, y aunque nadie las tenía todas consigo, hubo algunos que hasta tomaron el aire de auténticos propietarios, siquiera fuese de una alcoba. La propiedad de la finca que se nos venía a las manos nos trajo, de momento, bastantes preocupaciones. Hubiera sido preferible seguir pagando al casero. 

De Moscú se fueron porque pasaban «un miedo negro que no dejaba vivir». Tras sobrevivir a las bombas blancas y a las rojas, un día estuvieron a punto de ser fusilados en plena calle por una banda de marineros borrachos. Eran, según Martínez, los peores. La ciudad estaba llena de la chusma portuaria más vil de todas las Rusias, y de delincuentes: los bolcheviques habían vaciado las cárceles, y mesnadas de delincuentes y criminales de todo jaez pululaban robando, saqueando y violando todo lo que encontraban a su paso, so pretexto de la Revolución.

Es un documento imprescindible, sobre todo, para entender la segunda y decisiva etapa de la Revolución, o la revolución dentro de la revolución que supuso el triunfo del bolchevismo y el establecimiento del primer régimen comunista del mundo. Martínez dibuja, aun de refilón, la proyección propagandística de Lenin y de Trotski, su influjo en la conciencia colectiva de los rusos, y los mojones que jalonaron el camino del comunismo hacia la victoria final. La toma final de la Teverskaya, arteria femoral de Moscú, está salteada con el recuerdo, que Martínez trae a colación comparándolo con España, de la eliminación del poderoso aparato anarcosindicalista ruso a manos de los propios bolcheviques, quienes hicieron saltar por los aires el edificio en donde los cabecillas del anarquismo en Rusia estaban reunidos durante el asalto al Gobierno Provisional.

De entre toda la pléyade de siluetas humanas que desfilan por sus páginas, quizá la más impactante es la del oficial francés que desertó de la misión militar que su país tenía en Moscú. Convertido en comisario de abastecimientos en Odesa, años después Martínez fue a dar con él, en plena hambruna ucraniana; se percató de que aquel desgraciado vivía espartanamente en mitad de la abundancia que les sobrevenía a todos los comisarios de la Revolución. Mientras la gente se moría de hambre en cada esquina, los encargados de la intendencia general se aprovechaban de su posición privilegiada para alimentarse mejor, mercadear con las provisiones almacenadas en los hangares públicos y lucrarse con el estraperlo. Todos, menos Josef, aquel francés que era «el mejor bolchevique de toda Rusia».

Tras desembarcar en Estambul justo al comienzo de la I Guerra Mundial y huir de ella acosados por espías del Káiser, e ir a aterrizar en plena Rusia justo en 1917, Juan Martínez y la Sole acabaron en Kiev, el gran bastión de los rusos blancos. Pero Kiev era una Sodoma plagada de aristócratas arruinados que vivían a todo tren, sin contacto con la realidad; cercada por los rojos y gobernada manu militari entre los restos del ejército del Zar agrupados en banderas heterogéneas y legiones de cosacos y tropas nacionalistas ucranianas que sólo querían la independencia. En el libro asistimos a la toma ininterrumpida y sucesiva de la ciudad por parte de todos los ejércitos en liza durante un año larguísimo. «Asesinos los blancos, asesinos los rojos, todos asesinos». La crueldad y la falta absoluta de empatía con el sufrimiento del otro marcaba la relación de todos estos grupos de combatientes con la población civil que, de una u otra forma, simplemente estaba allí, luchando por continuar la vida en mitad del Apocalipsis. Se suceden por las páginas historias imposibles de inventar, de puro sádicas: la intimidad forzada de Martínez con el jefe de la Checa de Kiev, el hombre que tachaba en rojo los nombres de los que habían de ser ejecutados al día siguientes, por enemigos de la Revolución; la visita, acompañando a oficiales blancos en una de las veces en que éstos conquistaron Kiev, a los sótanos de la Checa, en donde aún permanecían los cuerpos recién asesinados y a medio descuartizar de los que allí habían perecido víctimas de un chivatazo, de una delación, de la mala suerte o de la traición más elemental, la del vecino, la del camarada desleal. Los blancos terminaron perdiendo la guerra, dice Martínez, porque la gente veía que los rojos pasaban tanta hambre como ellos, no porque mataran menos ni con menos saña que aquellos que venían en nombre de un mundo nuevo.

Un mundo nuevo que sólo hizo, como todo lo que viene a salvar al hombre, sacar al hombre más viejo: al tribal, al que lucha por la supervivencia con todos los recursos de que le dotó la naturaleza, esto es, el engaño, la maledicencia, la pillería, la astucia, el egoísmo. La Revolución no es más que invertir el orden cultural de las cosas, ese que atrapa la savia animal del hombre que la anarquía desparrama, dejando al arbitrio de cualquiera el juicio sobre el bien y el mal de las cosas, o lo que es igual, sobre la vida y la muerte de sus semejantes. Chaves Nogales lo retrata extraordinariamente, no añadiendo de por sí más que el trazo fino del periodista, la forma. Es Juan Martínez quien revela la infame condición de la turba, auténtico ogro colectivo que engulle al individuo con su necedad, su envidia, su idolatría supersticiosa y su profundo desprecio por la complejidad.

Es la Revolución quien otorga poder ilimitado e impunidad criminal al patán, al grosero, al zafio. Como esos comisarios psicópatas que retrata Martínez, al mando de los sindicatos profesionales. Aunque la expresión nefanda de la maldad, por supuesto, no es exclusiva de los bolcheviques: no puede imaginarse descripción semejante a la del asesinato, del todo gratuito y sádico, del niño que en la confluencia de dos esquinas principales de Kiev ofrece lo que llevaba entre las manos a un par de cosacos que forman la vanguardia del Ejército Blanco que ha reconquistado la ciudad por enésima vez. El horror es el crimen por el crimen, sin más justificación que la antropología.

Martínez fue millonario y se moría de hambre. Hacía de crupier en un casino de Kiev cuando mandaban los blancos en la capital de Ucrania, y guardaba el esmoquin cuando regresaban los rojos. Entonces se transformaba en taquillero de un circo, porque los bolcheviques no sabían lo que era el flamenco y había que convencerles de que uno podía serles útil puesto que, de lo contrario, lo condenaban a un ostracismo social que terminaba con los huesos del infeliz declarado inútil para la sociedad en mitad de una calle, yerto y con el estómago lleno de telarañas.

Es imposible no encogerse ante el relato sereno pero metódico de este cabaretero de Burgos que un día tuvo que mostrarle iracundo los callos de sus manos a la tropa bolchevique que no dejaba de hostigarlo por sus ropas «de burgués». O ante la historia de uno de los hermanos Martínez, tocayos de apellido y clowns profesionales, a quien ayudó a cruzar la frontera con Alemania en tren, metido en un cajón al que él y el otro hermano clown abrieron agujeros que facilitaran la respiración. Trazas interminables de catástrofes humanas siembran las hojas de un libro fundamental, aunque no muy popular en una España que vuelve a asistir impertérrita al auge de esa deidad mística llamada Revolución: en forma de hip-hop, en la cartelería que recubre nuestras ciudades, incluso en el lenguaje político y la dialéctica parlamentaria, los medios de comunicación de 2015 aparecen fermentados de esa simpatía inveterada por los hechos rusos de 1917. La inclinación al acto revolucionario, empero, está revestida más de frivolidad pequeñoburguesa que de intención real, propiamente dicha. Al joven de clase media que no le ha faltado nunca de nada, que además sufre graves desequilibrios cognitivos cuando se esfuerza en entender las condiciones de vida reales de la Rusia de 1917, le puede más la estética, el gesto airado y publicitario, que la pretensión intelectual. El paripé, no obstante, amenaza con colocar en el Congreso de los Diputados que comparte raigambre moral y política con los líderes ideológicos del hecho ruso. Ya no hay esa «solidaridad entre hambrientos» que hizo triunfar a los bolcheviques en 1919, sino fraternidad entre frívolos que tuitean desde un iPhone pero a los que resulta insoportable vivir en libertad, como cosa emponzoñada que destruye su atávico sentido de la existencia.

La prosaica verdad de las cosas, impronta de cualquier historia contada por Chaves Nogales, viene a cerrar la epopeya de Juan Martínez y la Sole con un epílogo sublime, a la altura del relato. Una vez huidos de la URSS y ya en Estambul, el protagonista decide llevarse a su mujer a un restaurante para saciar los años de escasez y penalidades que habían dejado atrás en Ucrania. Pidieron una cena pantagruélica, pero hubieron de dejarla al segundo bocado. Sus estómagos estaban hechos a la nimia y esporádica alimentación a que habíanse vistos sometidos en Kiev y Odesa, donde llegaron a pasar días viviendo «como los camaleones, del aire», tumbados en las playas del Mar Negro sin nada que llevarse a la boca mientras en las calles de esas ciudades, los hombres morían de inanición en las esquinas, los viejos en sus catres, y los bebés en los brazos mustios y sin aliento de sus madres. Hubieron de aprender a comer otra vez.

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