La canaille

Poner en pie de igualdad la bandera de un Estado democrático, constitucional y parlamentario, con un trapo inocuo, peluche de un movimiento caracterizado por el racismo, la xenofobia, el clasismo y el sectarismo, es un error político de bulto. Lo cometieron los concejales del Partido Popular en el Ayuntamiento de Barcelona. Enzarzarse en un forcejeo chabacano cuyo único objeto era agitar la bandera nacional en un balcón, ante la turbamulta silbante, es degradar la enseña de la libertad de los ciudadanos españoles. El trapo estelado es una metáfora: los que lo enarbolan se enorgullecen de degradarse, de considerarse propiamente como súbditos. Porque, no nos equivoquemos, quien otorga el estatus de ciudadano, en España, es la Ley. Y la rojigualda es la bandera de la Ley. Por eso, su lugar no está en una competición arrabalera, zafia y denigrante, en un balcón lleno de políticos mediocres. El lugar de la bandera cuya Constitución garantiza el modo de vida que nos hemos dado nosotros mismos es el mástil principal, el sitio mejor y más visible. En cambio, el sitio que la democracia reserva a banderolas marginales y profundamente ofensivas para el bien común, es la calle, la farola y los balcones. Precisamente. Discutir con un imbécil es quizá la peor decisión que uno puede tomar, de entre todas las malas decisiones a que estamos expuestos cada hora, cada día. Un imbécil es imbatible en su terreno: en el grito, en la soflama, en la bullanga, en la repetición de eslóganes, en el barrizal. La mejor defensa de la bandera de España que pudieron haber sostenido los concejales del PP era no ir a ese balcón; dejar que la tribuna ante la plebe exaltada y mugrienta lo ocuparan sus naturales poseedores, que son los representantes de la canalla. La canalla ha elegido a individuos como el concejal Pisarello como sus legítimos representantes. Pisarello es argentino. En su país, manosear violentamente y con un manifiesto animus injuriandi, está penado con hasta cuatro años de cárcel. Él es teniente de alcalde del Ayuntamiento de la segunda ciudad de España gracias a que esa bandera, mientras ondee, guardará su derecho a serlo. Y a ser tratado con la dignidad que su cargo merece y que él, a lo que parece, todavía no ha aprendido. No obstante, en España sólo están en litigio político los espacios públicos de debate y decisión. Por suerte, ni los balcones, ni Twitter, son todavía parte de esos espacios. En Náufragos, de Hitchcock, uno de los ocupantes del bote, gentleman británico, se abochorna a sí mismo cuando al final de la película, exclama, entre sollozos y lamentaciones: lo único que no puedo soportar, es que al final, he formado parte de la canalla. Es lo que debería preocupar a los demócratas.

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