(Hace mucho, mucho tiempo. Rescatado de una caverna cibernética en la que solía arrullarme)
Caminaba por el desierto árido, inmenso, infinito, tortuoso. Caminaba sin rumbo, perdido entre las arenas de aquella vasta inmensidad arenosa. El sol, en lo más alto, lo quemaba, abrasaba, lo mortificaba.
El templario seguía caminando. Impasible. A veces parecía que las fuerzas lo abandonaban para siempre y desfallecía, pero se sobreponía. Se crecía ante el castigo y la adversidad. Sus ropas estaban manchadas de tierra, y la arena en los ojos le impedía ver con claridad. La luminosidad del sol le hería la vista y la sangre reseca se pegaba a su piel, caliente y húmeda. Sudaba a chorros. Dentro de poco iba a desmayarse, lo sabía.
Pero seguía caminando. Sin rumbo. Pero sin detenerse. Bajo un cielo sin Dios. Seguía conservando su espada, rota, maltrecha, pero aún viva. Era lo único que conservaba. Lo único que tenía.
De pronto, un oasis lleno de vegetación, agua y vida se abrió, como por ensalmo, frente a sus ojos. Él se paró, y ladeado, miró incrédulo. A su lado se apareció, de nuevo, alguien que ya conocía.
El oasis comenzó a arder, y una nube de destrucción y muerte se abatió sobre él. El templario compuso una mueca de cansancio, de hastío, y de horror, y miró a su aparición.
-Sabes que lo que acabas de hacer ya no tiene vuelta atrás, ¿verdad?
El templario lo miró, y asintió, cansado, con un leve movimiento de cabeza. Volvió a mirar el oasis. Seguía ardiendo, consumiéndose en una nube de fuego, ascuas y oscuridad. Dentro de poco no quedaría nada de aquel vergel fugaz que se había abierto entre sus ojos.
Vio su vida, o un reflejo de lo que podía haber sido, ardiendo entre aquel fuego devastador.
Cuando miró a su lado, el demonio había desaparecido. El oasis destruido, también. Ante sí tenía el inmenso e inabarcable desierto, arenoso, abrasador, tenebroso. Agotó de un trago lo que le quedaba de agua en la exigua cantimplora de piel de conejo, y la lanzó muy lejos de allí.
Y siguió caminando.