Cuenta Plutarco que, hacinada la población del Ática tras las murallas de Atenas por la invasión lacedemonia en el segundo año de la Guerra del Peloponeso, llegó la peste a la ciudad. Las condiciones de insalubridad, y la estrategia pasiva de Pericles -con objeto de evitar un enfrentamiento terrestre con Esparta- pusieron el liderazgo del gran estratego de Atenas en una situación muy comprometida.
«Queriendo poner remedio a estas quejas, y causar algún daño a los enemigos, armó ciento cincuenta naves, y poniendo en ellas muchas y buenas tropas de infantería y caballería, estaba para hacerse a la vela, infundiendo grande esperanza a los ciudadanos, y no menos miedo a los enemigos con tan respetable fuerza. Cuando ya todo estaba a punto, y el mismo Pericles a bordo de su galera, ocurrió el accidente de eclipsarse el sol y sobrevenir tinieblas, con lo que se asustaron todos, teniéndolo a muy funesto presagio. Viendo, pues, Pericles al piloto muy sobresaltado y perplejo, le echó su capa ante los ojos, y tapándoselos con ella, le preguntó si tenía aquello por terrible o por presagio de algún acontecimiento adverso. Habiendo respondido que no, «¿pues en qué se diferencia -le dijo- esto de aquello si no en que es mayor que la capa lo que ha causado aquella oscuridad?» Estas cosas se enseñan en las escuelas de los filósofos».