Encuentro muy parecidos el resorte cognitivo accionado en el procedimiento de la estafa y el que hace lo propio en el pacto de lectura entablado entre votante y candidato. En el primero, el estafador pulsa la tecla de la avaricia, haciendo tintinear delante del estafado una bolsa repleta de monedas fáciles de conseguir; de manera que, mediante un diálogo persuasivo previo similar al toque de flautín del encantador de serpientes, el segundo accede a cumplimentar un trámite que el primero le ha vendido como sencillo, cómodo y carente de consecuencias. En período electoral, el candidato, y sobre todo, el candidato de corte estatalista, lubrica adecuadamente la codicia del votante. La morbosidad de su condición circunstancial, tan sujeta a las incertidumbres y ángulos muertos de la vida ordinaria. Así, partidos que prometen expandir universalmente el asistencialismo, o reducir de forma drástica la responsabilidad civil del ciudadano en todos los ámbitos de su vida tanto pública como privada, en virtud de un garantismo paternalista del Estado, accionan el mismo mecanismo: el del vendedor de crecepelo. ¿Quién puede acusar de ladrón al lenguaraz comerciante que llega un día a la plaza de un pueblo, y ante la multitud reunida, les conmina a comprarles todo el stock de la pócima que hará salir cabello vigoroso de sus yermas cabezas? ¿de qué modo puede ser inocente el estafado, cuya palpitación truculenta le llevó a engañarse creyendo veraz una fábula probadamente ridícula?
Crecepelo
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