Dormir me gusta, y no es por vicio, aunque también. A veces me dejo caer sobre la gula del sueño, pero dormir es para mí como retener el tiempo: cierro los ojos, construyo una habitación de paredes blancas dentro de mi cabeza, y ahí la pongo a ella, entre las sábanas. Frente a la cama hay una gran ventana corrediza, y a través de su cristal vemos el mar. La pereza diluye mi ánimo en una marejada de modorra y anarquía, pero ella surge siempre porque cuando duermo está a mi vera. La distancia se evapora y no hay voluntad humana que interponga su convención entre nosotros. No existe lo material, no hay anhelo por el futuro ni tampoco incertidumbre. Hablamos sino menudencias, y el tiempo se encoge un instante antes de expandirse otra vez, y despertarme. Me gusta dormir, porque dilato mi derrota.