El 16 de julio de hace 803 años tuvo que hacer un calor de tres mil pares de cojones. Sobre todo en aquellos cerros llenos de olivos cerca del pueblito jaenés de Santa Elena, donde 70 mil cristianos derrotaron a 200 mil almohades en el Día D de la Edad Media. Tres reyes españoles dieron la última carga, un tiro a ciegas en medio de la confusión y antes de sucumbir a la derrota, en lo que puede decirse antecedente simbólico más importante del federalismo en España. Hoy, a nadie le importa un carajo lo que ocurrió en aquel lugar calcinado, tierra de color cenicienta, puerta de Andalucía y postillón de la meseta. Pero allí se decidió la suerte de la Europa meridional. El fanatismo y la crueldad de una horda implacabe, emergida de las profundidades del Magreb, amenazaba con llegar al corazón de Europa como un tsunami de muerte. Nobles, clérigos, reyes, monjes-guerreros, caballeros, escuderos y esa perífrasis tan emocionante, milicias urbanas -anunciando la resurrección de la ciudad, blasón civilizatorio de Occidente, banderas enganchadas por los concejos castellanos reclutando artesanos, campesinos y gente así- se congregaron en un océano de calor y aceitunas para darle matarile a la oscuridad. Y vencieron. Uno de esos momentos estelares de la Humanidad, que diría Zweig, en los que lo pequeño y viscoso de la condición humana queda solapado, ya para la eternidad, por el brillo cegador que traza el relámpago de acción sublime, comunitaria y galvanizadora de voluntades colectivas. La pena es que no tuvimos ningún Shakespeare que tallara en mármol nuestro propio San Crispín. Pero seguro que durante generaciones, muchos viejos desdentados miraron torcidos a los niños en los arcos de las plazas de las villas de España, preguntándoles aquello de ¿sabéis dónde me hice esta raja que tengo aquí en el brazo? We few, we happy few, we band of brothers.
16 de julio
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