Cuando íbamos al Koyote

En mi pueblo había un bar. Se llamaba Koyote, como el de aquella película donde unas camareras hacían a la vez de strippers, o una cosa parecida. Se subían a la barra y se iban despelotando a medida que bailaban músicas sugerentes y atronadoras. Todas estaban, naturalmente, buenísimas. En el Bar Koyote de mi pueblo no había mozas contoneándose encima del mostrador. Muchas veces, sobre todo al final, no había ni mozas. Sin embargo, las camareras más atractivas que he visto nunca estuvieron allí. Eso, o es que fueron las primeras, y lo que por mí habla es la sugestión de la pubertad. Lo cierto es que las camareras nos mostraban sus sonrisas en copas llenas de arrogancia, sí: aquellas, sí. Cristina y Aurora se llamaban las dos que recuerdo. Una rubia, la otra morena. Ambas se nos representaban a nosotros, tiernas florecillas que alumbrábamos la vida, como diosas inmateriales, inmarcesibles, innacesibles para nuestra estúpida condición de niños apenas destetados.

Tuvo el bar Koyote dos etapas: en la primera, los viejos buenos tiempos, era un antro de estética trostkista. El piso, de cemento irregular, estaba parcheado. La cara del Ché lo presidía todo como la representación de una deidad secular en rojo, blanco y negro. Las paredes, empapeladas con carteles de festivales y conciertos en donde descubrí por primera vez nombres como Detectives del Placer, Ska-p o Mamá Ladilla. Al fondo, junto a los baños, un grafiti del mapa de Sudamérica pintado en rojo, con la estrella de cinco puntas de color gualda en el medio. Con los años, el dueño puso un relieve de la geografía de Andalucía con la arbonaida, la banderola independentista. Los sofás parecían sacados de un Punto Limpio, y las mesas, redondas, tenían poco de artúricas: sin embargo, vi caer sobre ellas más hombres borrachos que en ningún otro lugar, en ningún otro momento, de mi vida.

Aprendimos en el Koyote a tararear la de Norteamérica, la pre-po-ten-cia mun-di-al o a hacernos los nostálgicos con que no nos cierren los bares, que es lo único que nos queda, como si no lo tuviéramos todo por delante. Nos gustaba aquel halo de malditismo que descifrábamos con la poquedad de aquellos años, en que, definitivamente, no teníamos ni puta idea de nada.

Allí conocimos a Lolo. De vista, sólo. El Koyote fue nuestro primer bar. Las copas eran muy baratas, y aun así, nunca bebíamos cubatas. Siempre eran jarras, a las que llamábamos jarritas cuando en realidad eran jarrones. Bebíamos en una plaza que había al final de la calle: botella de ron, cocacola, hielo, etc. Luego, en el Koyote, Zona Bruta. Lolo nunca decía nada, y si lo hacía, jamás le entendí. Hablaba bajito, tenía barba y unos grandes ojos claros. Cogía una botella de vodka cualquiera y otra de ginebra. Las volcaba a la vez sobre una de aquellas jarras de plástico, añadía una cuarta de blue tropic, y removía con desgana. Nos miraba como diciéndonos: menudos pollitos, la que os va a caer. Admirábamos a Lolo porque era el único hombre tras la barra, una especie de ungido por el Destino que compartía aquel espacio sagrado con la rubia y la morena, con Cristina y con Aurora. Siempre pensé que se las beneficiaba hasta que, pasados los años, una noche nos reconoció, apesadumbrado, que no.

El Koyote era oscuro: mis recuerdos están tintados de negro, de grises y de luces metálicas y fluorescentes. En el Koyote muchas veces me sentí perdido, pero jamás solo, aunque no estuviera acompañado. Al Koyote iban pijos, kinkis, punkis, viejos de cuarenta años, cincuentones desahuciados, solteronas de pelo rojo, divorciados, lesbianas, gays, fachas, votantes de Izquierda Unida y mis profesores de Lengua del Bachillerato. Nunca un lugar de mi pueblo concentró tal diversidad sociológica. Todo en el Koyote era transversal, y aquella fauna se relacionaba entre sí con la naturalidad que da la noche, el apetito y la sed. Era una comuna aristocrática: sólo resistían los mejores hígados, los más entrenados, los más zorrunos. Nunca vi un cani entrar en el Koyote, era como si una manada de lobos hubiera meado frente a su doble puerta -como las de las capillas góticas de Bélgica- marcando el lugar como territorio prohibido para esos sioux que nunca entendieron nada.

La segunda etapa del Bar Koyote coincidió con mis últimos años en la Universidad. El dueño, casi siempre ausente, lo iba a cerrar. Lolo decidió entonces arriesgarse en la inversión de su vida: se hizo cargo del alquiler, metió todos los ahorros de una vida dedicada a ser camarero, pintor de brocha gorda, y lo que fuese surgiendo, e hizo del Koyote su retablo renacentista. Sin embargo, la gente dejó de ir. Nunca sabré por qué. Suele ocurrir que cuanto más asco da un lugar, más frecuentado se hace. Si por lo que fuese, el local cambia de manos y se remoza, quitándose la mugre de encima y luciendo más presentable, los clientes huyen, como espantados de la limpieza, que suele traer consigo precios más altos. Lolo nos explicó una noche, con amargura, que había acondicionado el garito para aislarlo acústicamente; que había repintado las paredes, quitado toda simbología izquierdista, sustituyéndola por murales de cómics, Clara de noche y sátiras de La casa de la pradera. Puso vinilos en los cristales. Cambió la carta de cócteles; dejaron de sonar The Locos y Soziedad Alkoholika y una estética pop, retro, vintage se podría decir, indie como el propio Lolo, conquistó el Koyote. Pero, como es natural en mi pueblo, la gente dejó de ir.

Fue en esa época cuando adquirimos cierta intimidad con él. Terminamos siendo los únicos clientes del bar. Lolo casi nos esperaba: terminábamos el botellón y pasábamos a verle. Al final nos invitaba a los botellines, y me permitió por primera y única vez en toda mi existencia penetrar en el sanctasanctórum de la barra de un bar: me serví mis cubatas, puse Oasis en el portátil, y todo mientras Lolo nos dejaba hacer, contándonos sus turbulencias. Muchas noches dormía sólo en aquel lugar, templo de su propia cotidianeidad. Tocaba en la batería que había instalado en el rincón donde antes estuviera la mesa de billar y el mapa de la Sudamérica comunista. Una noche, con la cogorza, le doblé uno de los cordones de acero con los que separaba la tarima del resto del local: fue la única que me emocioné escuchando Héroes del Silencio. Desde entonces pongo de vez en cuando, en Spotify, Entre dos tierras. Me recuerda el Koyote, el bar donde nos encontrábamos a gusto. Éramos jóvenes, y allí conocimos la gente más rara de todas las que hasta nuestros quince o dieciséisaños habíamos tenido oportunidad de tropezarnos.

Lolo nos contó una vez que guardaba un bate de béisbol bajo la barra, por si algún parroquiano se ponía tonto. En los últimos sábados nos iba desgranando su situación económica: no cubría sino gastos y en verano, y se quejaba de que otros bares de moda en el pueblo, aquellos a donde iba toda la gente normal, ya saben, la buena gente, gozaban de privilegios ante la policía municipal que a él no le concedían. Como lo de la música. Lo cierto es que el Koyote era como el Álamo. Estaba en una plazoleta secundaria, a medio camino de entre la gran plaza donde toda la chavalería hacía botellón, y el Faro, la playa, el paseo marítimo. Era la plaza de los rastas, de los porreros, de los que salían con un par de euros en el bolsillo, de las litronas. El Koyote era el torreón que iluminaba a quienes allí se congregaban. Tanto es así que, cerrado desde hace dos años, allí ya no bebe nadie.

Lolo murió ayer. Tendría treintaytantos años. Le estaban operando del corazón. Ya no beberemos en el Koyote nunca más. No se lo podré enseñar a nadie.

4 Comentarios

  1. Querido amigo, siento la muerte de Lolo. No sé quién se ha podido sentir ofendido, aunque he leído la aclaración y el comentario que lo acompaña. Que sepas, que ni deprisa ni mal escrito. Más quisiera tener el Koyote un espacio libre en su pared para este texto. Seguro que Lolo lo colgaría.

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