La selección nacional de fútbol de Grecia que ganó la Eurocopa en 2004 convirtió cada córner a favor en un referéndum. Yo, que tengo la debilidad de perderme en ensoñaciones antiguas, amo Grecia por Pericles, Jenofonte, Tucídides y Heródoto; por Temístocles, Alcibíades, los que se quedaron pudriéndose en las Latomías y por Filoctetes. Pero también por Nikopolidis, Seitaridis, Dellas, Karagounis, Zagorakis, Charisteas o Nikolaidis. Con estos nombres bautizó un amigo mío las carpetas en las que escondía el porno en el Pentium III aquel que tenía por aquella época. Era el único amigo con Internet en casa: el resto es Historia. Recuerdo aquella Eurocopa muy bien porque entonces yo recién había terminado la ESO y el esplendor de las tres Copas de Europa del Madrid en cinco años aún me cegaba los ojos. Los tres títulos consecutivos de España todavía quedaban tan lejos, que soñar siquiera con superar los cuartos en la Eurocopa de Portugal constituía toda una empresa heroica nacional. Aquel verano íbamos todos a zarpar rumbo a Troya, pero al final fueron unos griegos a quien nadie hizo ni puto caso quienes violaron a nuestros caballos, mataron a nuestras mujeres y se llevaron a Helena envuelta en papel de celofán en un avión directo al aeropuerto internacional Elefterios Venizelos. Ganaron la Copa de Europa de Naciones con tres cabezazos: el de Charisteas a Francia, el de Traianos Dellas a la República Checa y el de Angelos Charisteas, otra vez, a Portugal en Da Luz. Aquella final fue la anti-epopeya con la que los griegos modernos quisieron honrar a los viejos riéndose de la prosodia de Sófocles, Esquilo y Eurípides: aquellos maricones. Ganaron la Eurocopa a puro huevo, apiñándose en torno al George Clooney de Arta, Nikopolidis, y fluctuando como una ola de calor sobre el Ática. Los rivales acabaron cediendo como los guiris, extenuados ante el agobio incesante de aquellos tipos fortotes, hombrones de media altura, cejijuntos, brutos, toscos con la pelota pero decididos a darles por el culo a toda Europa con tesón y sacrificio.
Tras el título inesperado, como ocurre siempre que una selección nacional triunfa, se produjo la diáspora de tuercebotas griegos: parecían la 101 Aerotransportada tirándose en paracaídas sobre la Liga, el Calcio, la Premier. Nikolaidis y Seitaridis ficharon por el Atlético; Charisteas, ese Áyax Oileo en cuya cabeza tañía toda la potencia del Estado griego moderno, al Ajax, claro; Karagounis, el MVP, al Inter; Dellas, Traianos, a la Roma. ¿Puede existir mayor superioridad estética, ergo moral, que llamarse Traianos? La cara de todos aquellos prendas era como para irles a pedir candela por la noche. Estibadores del Pireo que un día tuvieron la suerte de ser futbolistas, encarnaron aquel verano de 2004 la gran ilusión griega, la burbuja también balompédica tras la que yacía la nada pero, claro, eso ellos no lo podían saber. Los entrenó un alemán que parecía salido del ejército prusiano de Federico el Grande y, naturalmente, tirar la gracieta ahora es demasiado fácil. Aquel grupo de griegos prosaicos, en donde rezumaba de todo menos la lírica, alcanzó la quimera de ser campeones con una épica donde el único trazo de comparación con los viejos dioses fue tan sólo nominal. La Grecia de Otto quebró el muro, entró en la ciudadela, le metió fuego a Lisboa dos veces y se llevó la Eurocopa capicúa. Las potencias europeas auparon al Estado griego moderno del despotismo turco, y les dieron por tres veces una dinastía extranjera. La Bavarocracia terminó siendo que Rehhagel les ganase la Eurocopa con una marcialidad que haría llorar de emoción a Bismarck. Pero , como suele suceder en la sucia y contradictoria vida normal, cualquier similitud con el pasado es, por supuesto, pura coincidencia.
de capicua nada, que fue en el 2004
Capicúa porque empezó como terminó: Grecia ganándole a Portugal