Tiempos volubles

Querida Flavia,

vuelvo a escribirte. Es mi intención esbozarte algunos trazos del mundo en que vivo, para que cuando te toque, puedas tú aprehender algo de la realidad que te rodee. Disculpa de antemano la vanidad de mi empeño, pero ya te darás cuenta de lo necesario que es para algunos hombres el contar lo que fueron. Esta chuchería con que mato las horas alivia un poco la sensación de misantropía creciente que me invade, y que hace sentirme como un funambulista que se acerca a un acantilado preñado de niebla. Más, no estoy hoy aquí para hablarte de mis cuitas. Contra lo que se pudiera pensar, los más conservadores de entre quienes viven a mi alrededor son los jóvenes, llenos todos de ideas viejas. Los que entre ellos acarician los gatos más pardos son los que, ensalzados entre la multitud como los mejores y de más igenio, pretenden involucrarnos en la enésima ensoñación virulenta. De veras me pregunto, en mis peores ratos de soledad, si queda algo de nuevo entre tantos espíritus pútridos que habitan cuerpos tan lozanos, o si alguna vez alguien aprendió algo de lo que vivieron sus abuelos.

El lugar en el que vivo es un yermo muerto. Con decirte que el debate de mayor altura intelectual con el que se entretiene la sociedad, en estos días en que te escribo, es el provocado por la pretensión que tiene el Papa de fijar la celebración de la Semana Santa en unos días inamovibles del calendario: ¡hay quien se pasa tardes en agudas disquisiciones acerca del daño moral que puede esto causarles al carnaval y otras festividades! El panorama es tan desolador, mi cara Flavia, que cuando me leas, si es que me crees cuando te cuento estas hazañas de un tiempo sin luz, te alegrarás de haber nacido tan tarde. Los individuos se conforman con ser gente, y hay quien hasta se muere sin hacer uso siquiera de su condición de ciudadano, como si la auctorictas civitas con la que nacieron revestidos tras siglos de esclavitud fuese un regalo que no les causó ningún interés y se pasaran la vida obviándolo en un trastero sin romperle el precinto.

Son cadáveres que andan, permíteme el axioma. Nunca me gustó generalizar, pero como ocurre con la demagogia, te confieso que en ocasiones sirven de resorte dialéctico apropiado para expresar una flatulencia.

No quiero aburrirte, cara amiga, pues todo tiempo tiene su circunstancia, su debilidad y también, naturalmente, su virtud. No obstante, lo encuentro todo tras de mí como sucio, polvoriento, huero, carente de vitalidad y de ánimo. Mis prójimos asumen con una sencillez escalofriante su nulidad existencial, y el único afán que puedo advertir en sus vidas es el de concentrar lo mejor de sí mismos en un epicureísmo exento de elegancia cuyo cenit se alcanza cada fin de semana. Hay algo de frenética persecución de lo inefable en esa carrera destructiva hacia ninguna parte. A nadie le interesan los asuntos de Estado, y si mi época asiste a una regurgitación de la opinión pública, que bien podría llamar fogonazo deslumbrado por la política y sus enmarañadas lógicas habituales, no es sino por una obligación social apremiante, dada la carestía económica que vivimos desde unos años ha. Se ha eliminado, en el pensamiento colmena, la comprensión del matiz: todo es blanco o negro, el sesgo pérfido lo inunda todo como el barro que queda en la ciénaga tras la lluvia torrencial, y la elaboración de un relato complejo, hipertextual, requiere un esfuerzo que nadie está dispuesto a asumir. No existe conciencia de la consecuencia intrínseca a la elección, circunstancia inherente a la propia libertad: nos hemos acomodado, querida Flavia, y ya nadie piensa en aceptar el coste de ninguno de sus empeños. Por eso casi todo lo que dura más de un mes y exige de un cierto sacrificio personal, es abandonado con la arrogancia inculta del niño caprichoso. Esto, como ya imaginarás, redunda en todas las cosas que ordenan cada día el mundo.

Son tiempos volubles, mi apreciada Flavia.

Cuídate,

A.

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