Esperando a Grouchy

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La tendremos, dijo Napoleón el 18 de junio de 1815 por la mañana, al ver desde Le Caillou que ninguno de los 60 mil soldados de la coalición comandada por Wellington se había movido de su sitio desde Hougomount hasta Papelotte. Y la tuvieron, naturalmente. De otro modo yo no hubiera venido hasta aquí doscientos años después, justos: el 18 de junio de 2015 la mañana no nacía tan despejada en el cielo valón como aquel día en que Napoleón y su Estado Mayor planeaba el ataque sobre el Duque de Hierro en las cercanías de Waterloo. Lloviznaba, tenuemente, cuando nos bajamos del tren que nos trajo desde Bruselas. Las comunicaciones belgas son excelentes, bien lo pudimos comprobar. Al contrario que Bonaparte, llegamos al campo de batalla desde el norte; él lo hizo desde el sur, Charleroi, cumpliendo con sus propios cánones estratégicos: reunión, concentración y persecución. Fallando en el tercero, la persecución de los prusianos tras las carnicerías de Ligny y Quatre Bras de dos días antes, había llegado hasta Waterloo. El no acabar con Blücher y los restos del viejo ejército de los Hohenzoller el 16 de junio le costó, a la postre, la victoria el 18. Había sido su gran oportunidad y en realidad, aunque su situación general en el contexto de la campaña de los Cien Días no hubiera cambiado mucho, la destrucción de los ejércitos anglo-prusianos en Bélgica hubiese, cuanto menos, quitado el hipo al Zar de Rusia, al Habsburgo austríaco, al felón Bernadotte y sus suecos, y a todas las naciones que acumulaban soldados desde el Rin hasta los Alpes dispuestos a entrar todos a la vez en Francia y caer sobre Las Tullerías de una vez por todas contra «el teniente de artillería corso», ese advenedizo don nadie que llevaba veinte años jodiéndolos bien.

Desde la Gare du Waterloo hasta el corazón del villorrio valón famoso universalmente desde hace dos siglos, hay unos quince minutos andando. Es casi una línea recta, siguiendo la Rue de la Station. Caminando entre casitas unifamiliares bajas, viejos caseríos de ladrillo, fachadas triangulares y tejados de pizarra, nos cruzamos con gentes rubicundas, sobre todo jóvenes. Hay menos rostros negros, mulatos o arábigos que en Bruselas, pero también están, confirmando la multirracialidad de un país construido ya con un par de generaciones de emigrantes norteafricanos, asiáticos y ecuatoriales. Alrededor del Museo Wellignton se circunscribe la vida de Waterloo: la vía comercial, la principal parada de autobuses, la Église de cúpula gris frente al antiguo establo donde Sir Arthur Wellesley estableció su cuartel general definitivo al regresar zumbando desde Bruselas, etcétera. Había mucha animación en este lugar. El museo tiene una visita, quizá más barata por lo que contiene de lo que nos cobraron, aunque uno paga estas cosas a gusto pues no en vano se trata de la Historia, que no tiene precio. Se puede ver la prótesis que le pusieron a Lord Uxbridge tras recibir el célebre cañonazo que le descuajaringó la pierna, y visitar su tumba. La de la pierna, digo, que está enterrada con elegante austeridad bajo una lápida blancuzca en el patio del museo.

Al campo de batalla llegamos en autobús. Un poco más adelante de la granja del Saint-Jean, que los ingleses usaron como improvisado hospital de campaña y cuya hilera, la de heridos siendo trasladados desde el frente, menuda tontería, Ney confundió con la de soldados británicos huyendo, nos bajamos. Caminando cinco minutos hasta la Butte du Lion, al pie de la cresta de Saint-Jean llamada pomposamente como «monte», nos encontramos todo lleno de carpas, policías, vallas y un totum revolutum de coches, gente y camionetas cargadas de cerveza. Había barro en los arcenes de la carreterita de Bruselas, la que conecta la capital con Geneppe, Nivelles, Charleroi y la frontera francesa, que fue la misma que subió la Armée Du Nord del 13 al 16 de junio de 1815; pero no era el cenagal que debió ser aquel día 18, tras las torrenteras del 17. Ney había mariposeado en Quatre Bras cuando tuvo a puntito de caramelo la aniquilación de los brits, el día en que Wellington asistía a recepciones de gala en Bruselas sin saber que Le Tondu le estaba segando la hierba bajo sus pies a pocos kilómetros al sur. Pero entre que el Valiente entre los Valientes, Príncipe del Moscova y Mariscal de Francia, nunca fue muy avispado, y que D´Erlon estuvo toda la tarde de aquel día 16 haciendo el primo entre la posición de Ney y la del Emperador en Ligny, sin disparar ni un sólo mosquetazo, los ingleses salieron vivos del cruce de caminos y replegáronse hacia Waterloo, al tiempo en que Napoleón se quedaba sin caballería suficiente como para descabellar a los prusianos en Ligny, quienes también se le escaparon al Águila de entre las garras.

Así que ya había perdido la campaña, aunque él no lo sabía. En realidad, aquella había sido su única posibilidad, como meter un gol en el 93 contra todo pronóstico cuando ya estás viendo a tu rival levantando la copa. El pequeño cabroncete había vuelto a hacer una genialidad, la última de su increíble carrera militar: había metido a sus cien mil hombres entre las posiciones dispersas de los ingleses, holandeses, hannoverianos, y las de los prusianos. La cuña fue perfecta, gracias a la velocidad de crucero con la que salió de Francia y alcanzó la tan preciada posición central. Una vez hecho esto, y gracias a la autonomía plena de todos los cuerpos que conformaban su ejército (los famosos corps d´armée, pequeños ejércitos independientes formados por las tres armas y capaces de aguantar a fuerzas muy superiores durante mucho tiempo, con objeto de atraerlas hacia sí y permitir al resto de unidades hermanas acudir en su ayuda y exterminar al confiado adversario) podía ya ocuparse de sus enemigos uno por uno, según conviniese. Pero el Emperador de los franceses hacía tiempo que había perdido su flow, y confiaba ciegamente en una serie de ineptos quienes ya en 1815 sólo pensaban en acabar pronto y gozar de los privilegios cuya posición junto a Bonaparte les había conseguido.

En la Butte du Lion había un pandemónium. Un policía belga me supo explicar que no se podía subir hasta las 4; la señora de un puesto de crèpes nos confirmó que la zona estaba acordonada por la visita de los reyes de Bélgica y los de Holanda. Así que echamos a andar hacia abajo, hacia La Belle Alliance, el último puesto de observación napoleónico en combate y la posada donde Blücher se arrellanó tras vencer, aquel 18 de junio por la noche, en el sillón todavía caliente que había ocupado el Corso apenas unas horas antes. Tenía previsto hacer todo este recorrido andando, pero el campo de batalla de Waterloo comprende una serie de emplazamientos y puntos de interés que jalonan un amplio trecho y que se encuentran disgregados entre trigales, campos de amapolas moradas, veredas de grava y fondas en torno a la carretera de Bruselas. Así que la aparición de los autobuses circulares amarillos que la administración belga había dispuesto, de forma gratuita, para que recorriesen todo el área desde Mont Saint-Jean hasta Le Caillou, tuvo algo de milagroso. Fue extraordinario imaginar qué gesto hubiese compuesto Napoleón al ver uno de estos autocares surgir de entre el verdor de la pradera valona: ¡si el fill de pute de Grouchy hubiese aparecido montado en uno de estos, hace 200 años!

El camino estaba salpicado de húsares, granaderos, tiradores, cazadores y fusileros británicos, alemanes y franceses. Equipados graciosamente, con una minuciosidad que sólo puede ser europea, casi todos eran hombres de edad madura. Muchos estaban acompañados por sus mujeres, todas ellas ataviadas al uso de las campesinas de la época: era cosa de ver las caras de estas mujeres, entre resignadas y alegres, en las que se adivinaba todo el amor del mundo pues acompañar a sus maridos en estas locuras recreativas sólo puede considerarse así, visto como un supremo acto de generosidad marital. Iban ellos todos sonrojados, oliendo a cuero, a sudor, con mostachones fieros, subiendo y bajando las manos en rigurosa actitud marcial. Sonaban las gaitas, por todo el campo, y la atmósfera quedaba suspendida como en un ensalmo de bullanga feliz: lo opuesto, absolutamente, a lo que tuvo que ser aquello hace 200 años. Picaba el sol valón a ratos, y el transcurrir de las nubes cárdenas por el cielo brillante de junio sombreaban el trigo, todavía verde. Era como si el algodón del cielo meciera los campos, ondulándolos como hacen los cirros grises en verano con la superficie plateada del mar en las mañanas en que el sol esconde un poco su abrazo luciférico.

Aquel 18 de junio de 1815, el cielo también se había despejado, pero los caminos por los que habían de trotar caballos y hombres eran barrizales infectos que impedían maniobrar también a los cañones. Wellington había puesto los suyos muy bien, tras las elevaciones del terreno, así que pudo disparar a placer mientras los grognards caían como moscas en el ataque frontal tan tosco que Napoleón había ordenado. Eran tan impropio de él, que sólo cabe deducir que sus facultades ya estaban muy mermadas, y las noches sin dormir habíanle nublado el juicio. Subestimó al Duque de Ciudad Rodrigo, haciendo chacota de Soult: «Sólo porque te ha derrotado en España le consideras un buen general; pero has de saber que Wellington es un mal general y los ingleses son malos soldados. Va a ser pan comido». Resultó que Wellington no era un mal general, aunque cometiese algunos errores. Pero más cometió él, y sus subordinados. Ney estrelló a sus soberbios coraceros, orgullo de Francia, en una serie de catastróficas cargas sobre la línea inglesa: entre el centro de los casacas rojas y la granja de Hougoumont, cayeron los impresionantes jinetes de la caballería pesada del Imperio, esos que hacían retemblar el suelo al acercarse en formación. No sirvió para nada, como tampoco sirvieron para nada los sucesivos asaltos sobre Hougoumont que lanzó Jerónimo, quizá el más tonto de todos los hermanos de Napoleón -ninguno compartía con el Emperador siquiera trazos leves de su brillantez-; sólo Ney, al final, qué cosas tiene el destino, estuvo a punto de quebrar la implacable resistencia británica cuando ya, hecha trizas la caballería, atacó otra vez con la infantería y Wellington estuvo a un tris de verse roto y flanqueado.

Pero Napoleón no le mandó a la Guardia. Siempre se negó a utilizar a sus queridos granaderos, los más viejos, leales y buenos de entre sus soldados. Cuando los mandó a la batalla ya era tarde y Blücher se había desparramado sobre su derecha, desde Wavre. Ney había perdido la ocasión, a pesar de conservar la Haye Sainte, y cuando Napoleón envió a sus tropas de élite, éstos se comieron toda la metralla con que les repelía la artillería de Wellington. Tuvo que ser hermosamente trágico ver desfilar au pas de charge a los mejores de entre los mejores; ver subir los chacós de piel de oso por la ladera de Saint-Jean y verlos caer uno tras otro bajo las balas de la «nación de tenderos»: al final había sido Inglaterra, siempre Inglaterra, la que le cerró por fin el libro de Historia a Napoleón. Pensé en esto y me lo figuré melancólico, quizá paralizado por una emoción discreta, divisándolo todo por su catalejo desde el promontorio que hay detrás de la Belle Alliance y al que yo mismo subí, y desde el que se tiene una buena panorámica de todo el frente de Waterloo. Desde allí se ve también el Águila Caída, el monumento erigido a la memoria de los últimos granaderos de la Guardia que formaron en la carretera de Bruselas, en cuadro cerrado, inmolándose ante la artillería, caballería e infantería británica, para salvar a sus hermanos y, claro, a su Emperador.

La Guardia muere pero no se rinde. Sin embargo, reculó. Amarilleaba la tarde, imagino, como lo hizo el 18 de junio de 2015. Me quemé la frente, pero de eso me di cuenta luego, en el hotel. El sol hendía por aquí y por allí, y cuando comienza a declinar en Waterloo, una alfombra de ocre crepuscular envuelve el horizonte, haciendo del aire una cosa dulce y lenta. Los hombretones gascones, alsacianos, provenzales, bretones, normandos, borgoñones, que habían rendido Lisboa, Madrid, Milán, Turín, Roma, Nápoles, Berlín, Viena, Moscú, El Cairo, Jaffa, que habían destrozado a todos los ejércitos de Europa una y otra vez en las llanuras moravas, en Lombardía, cruzando los Alpes como Aníbal, remontando el Nilo hasta sus fuentes, echado al mar a los turcos en Abukir, se doblegaron ante las balas del Destino con que Wellington acabó de escribir la historia de Bonaparte en el mundo. Caminé por la carretera de Bruselas donde la Guardia dejó de recular, y formó por última vez. Junto al águila, bella y dramática como una tragedia griega, al otro lado del camino, se levanta la Columna Victor Hugo. Más adelante otra granja belga, tan parecidas todas, tan diferentes para la eternidad: la Haye Sante, donde se hicieron matar cientos de hannoverianos hasta que al final los franceses echaron sus restos humeantes sobre la tapia.

Había una pequeña crucecita de madera al pie de la placa que la Sociedad Belga de Estudios Napoleónicos sufragó, eso pone en la leyenda, en 1965, en homenaje a los cuerpos de Ney que tomaron sobre las seis de la tarde la mítica granja defendida por la Legión del Rey, el batallón de emigrados alemanes que luchó para la Corona británica. Dentro había alemanes nuevos, de los de hoy, dispuestos como en un reducido vivac en torno al patio de la granja. Un mandamás, colegimos que ministro o secretario de Estado alemán, cuando menos, se hacía fotos frente a la tapia. Más o menos donde el Príncipe del Moscova, al que ya se le habían muerto bajo las piernas lo menos cuatro caballos aquel día, debió instalar unas batería en las barbas de la posición central de Welligton. Des troupes, où voulez-vous que j´en prenne, empezó a decirle a Bonaparte mediante correos a caballo. Pero Napoleón, viendo el panorama de estupideces impulsivas que Ney llevaba a cuestas aquel día, derrochó sin saberlo su última oportunidad: de dónde te voy a mandar tropas, Ney, subnormal. Qué hago, las pinto, o qué. La Guardia estaba en Placenoit, a retaguardia de La Belle Alliance y el centro francés, por donde ya asomaban los primeros hocicos prusianos. Y ya no fueron al Mont Saint-Jean sino cuando fue tarde.

Porque Grouchy seguía sin venir. Hacía dos días que llevaba consigo treinta mil jinetes del Imperio, imagínense, esos, muchos de la ligera, otros de la pesada, que cuando cabalgaban hacia los cañones y cuadros del enemigo sostenían sobre sí, durante esos preciosos instantes, toda la potencia física y real del Estado francés. Y los tenía persiguiendo sombras. Acaba con Blücher y no dejes que converjan hacia Waterloo con el inglés, le pidió Napoleón. Pero pasaban el tiempo y las noticias eran que los prusianos estaban al caer, y de Grouchy no se sabía nada. Tenemos un 90% de probabilidades de vencer, musitó Le Petit Caporal al desperezarse por la mañana. Cuando arribaron los primeros caballos prusianos royendo la línea de comunicación de la Armée du Nord por el sur, dijo que el 60%. La fe ciega del Emperador en su propio genio calculador y matemático, en su previsión científica del arte de la guerra, había de demarrar, como dicen en ciclismo, pero con el sentido castellano antiguo, que es el de extraviarse.

Sire, Grouchy no va a venir. Algo así debieron decirle a Napoleón sobre el promontorio desde el que se divisa, a lo lejos, el Saint-Jean, bañado por el verde genesíaco del trigo valón. En Le Caillou me topé con un bigardo, viejo ya, frisando la sesentena, que debía ser tatara-bisnieto de uno de aquellos prusianos que desequilibraron la balanza al final de la tarde. En el mostacho rizado en las puntas, y en el gesto altivo, por cómo caminaba, intuí que lo que henchía su pecho allí, en ese momento, era la satisfacción patriótica de haber vencido él mismo al Primer Imperio. Pidió una Waterloo Rècolt (yo también, tomar la cerveza del lugar que uno holla por primera vez es como una regla estricta del código del viajero, y a mí me gusta respetar la jerarquía moral) y del vaso de plástico en que se la sirvieron, la escurrió en una jarrita de latón que llevaba colgando del cinturón. Espigado y un poco panzón, fue a sentarse con su uniforme oscuro frente a la estatua -puede que a tamaño real, por lo reducida- de Napoleón que preside el patio trasero del último cuartel general de campaña del Emperador de los franceses. Estaba allí bebiéndosela mirando fijamente la silueta remozada del Gran Corso, como retándole en silencio y refregándole la victoria: una vanidad nacionalista que advierto sin dificultad entre las gentes de cierta edad cada vez que paseo por Europa. El hombre estaba satisfecho y el día, esa es la verdad, era tan soleado y cálido que daba para envanecerse hasta de las glorias de la quincuagésima generación de ancestros, por lo menos.

En 1815 hizo a ratos el mismo sol pero todo estaba lleno de vísceras, sangre, fango, agua encharcada, gritos de dolor, humareda, cañonazos, estertores de moribundos, caballos desjarretados, tripas esparcidas por la hierba de los belgas y dolor. Mucho dolor. El romanticismo de lo bélico data de ese siglo XIX tan fastuoso en lo estético, cuando la guerra era la carga de caballería, los penachos emplumados cuyos colores vivos resaltaban cual ornamento azteca; la gloria era un lugar común, y el soldado sólo descubría su significado verdadero en el momento crítico: destripado y sólo, sin poder levantarse del suelo, o con la garganta abierta de un bayonetazo, dábase cuenta patéticamente de que la gloria de las naciones y el esplendor de la posteridad era solamente literatura. Algo, quizá, de hermoso, por lo sangriento con que se hace la tinta que escribe los libros de Historia, tuvo el final. Grouchy seguía sin venir y la Guardia fue enviada, «en una única columna cerrada de grandes divisiones» que enfilaron al mismo Estado Mayor de Wellington con la bayoneta calada. Napoleón en persona encabezó el ataque hasta los últimos quinientos metros. Cuesta arriba, no les esperaba la gloria. Pero sí el recuerdo imperecedero. Entre los casacas rojas apostados bajo las espigas, entre los terraplenes de la elevación, y los refuerzos belgas y holandeses de los aliados, se detuvo a la mejor infantería del siglo con descargas cerradas de fusilería, cañonazos de metralla y, al final, a punta de bayoneta.

Los prusianos ya están aquí, Sire. De lo cual se deduce, si Su Majestad me permite el apunte, que el soplanucas de Grouchy ha estado bailando una pavana al Este de nuestra posición durante dos días de merde, sacrebleu, haciendo el ridículo con una caballería que mire qué bien nos vendría tener aquí. Cómo lo ha engañado de bien el perro viejo ese de Blücher, Sire. Gebhard Leberecht se llama, el hideputa. Fíjese, qué nombre. Quién se puede llamar así. La Garde recule, dicen por ahí delante. Hala, observe cómo caen esos tiarrones, colina abajo. Es una verdadera tragedia, Sire. Convendría, si no lo tiene usted a mal, ir desalojando esta granja y salir cagando obleas de aquí antes de que esos tíos estén más cerca, Su Majestad. Dicho esto con todos mis respetos.

El águila cayéndose es el monumento que honra la memoria de ese último cuadro formado por la Vieja Guardia en la carretera de Bruselas. Cuarenta mil aliados, con Wellington en vanguardia, se habían echado ya sobre la Armée du Nord, que huía despavorida sin ningún tipo de concierto. Me paré allí y casi los vi formar. Por mi lado, unos franceses viejos, la mayoría superando los cincuenta, subían desde La Bella Alliance tocando el tambor por el arcen, en fila de dos. Así debieron ser aquellos últimos infantes de Napoleón, que quedaron guardando la espalda de sus conmilitones hasta que cayó la noche y con ella, Francia entera. Bonaparte, el hombre de la Revolución que se coronó a sí mismo delante de un Papa, se expuso temerariamente entre este último cuadro hasta que Blücher, que tenía con él viejas facturas pendientes, casi lo atrapa. Entonces huyó a París. Muchos de sus pretorianos que se salvaron a la buena de Dios, llegando a Francia como bien pudieron en las semanas siguientes, se hicieron fotografiar treinta años después, cuando Napoleón III creó la Orden de Santa Helena para homenajear a aquellos soldados indisciplinados y feroces, obedientes sólo en la marcha y la batalla, que domeñaron Europa a placer, desde el cabo de San Vicente hasta el Kremlin. Sin que nadie, más que la lluvia y sus generales enflaquecidos por el oropel del lustre, los ducados, las rentas, las propiedades y los bastones de Mariscal, los derrotase jamás. Hijos hasta el final del tenientillo corso que leía a Plutarco.


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