Hoy hace 95 años que Bailaor mató a Joselito. Fue en Talavera de la Reina, una ciudad hechizada desde entonces por la superstición de la muerte. El 16 de mayo de 1920, la abstracción popular hecha hombre -Joselito, como el gladiador de Roma, como el futbolista de nuestra Babilonia, era la carne en que convergía el sueño aupado por encima de la misérrima condición de tantos hombres infortunados- olía a muerte, según contó luego Enrique Berenguer, Blanquet; el banderillero que podía oler la cera de que estaba hecha.
Lo cuenta Hemingway en Por quién doblan las campanas:
«Cuando Blanquet, el más grande peón de brega que ha habido, trabajaba a las órdenes de Manolo Granero, me contó que el día de la muerte de Manolo, al ir a entrar en la capilla, camino de la plaza, el olor a muerte que despedía era tan fuerte, que casi puso malo a Blanquet. Y él había estado con Manolo en el hotel, mientras se bañaba y se vestía, antes de salir camino de la plaza. El olor no se sentía en el automóvil, mientras estuvieron sentados juntos y apretados todos los que iban a la corrida. Ni lo percibió nadie en la capilla, salvo Juan Luis de la Rosa. Ni Marcial ni Chicuelo sintieron nada, ni entonces ni cuando se alinearon para el paseíllo. Pero Juan Luis estaba blanco como un cadáver, según me contó Blanquet, y éste le preguntó:
-¿Qué, tú también?
-Tanto, que no puedo ni respirar -le contestó Juan Luis-. Y viene de tu patrono.
-Pues nada -dijo Blanquet -; no hay nada que podamos hacer. Esperemos que nos hayamos equivocado.
-¿Y los otros? -preguntó Juan Luis a Blanquet.
-Nada -dijo Blanquet -.Pero ése huele peor que José en Talavera.
Y por la tarde, el toro llamado Pocapena, de Veragua, deshizo a Manolo contra los tablones de la barrera, frente al tendido número dos, en la plaza de toros de Madrid. Yo estaba allí, con Finito, y lo vi, y el cuerno le destrozó enteramente el cráneo, cuando tenía la cabeza encajada en el estribo, al pie de la barrera, adonde le había arrojado el toro.
(…) Ese Blanquet era un hombre muy serio, y además, muy devoto. No era gitano, sino un burgués de Valencia. (…) Era pequeño, de cara grisácea, pero no había nadie que manejase la capa como él. Se movía como un gamo. Tenía la cara gris por una enfermedad del corazón y los gitanos decían que llevaba la muerte consigo, aunque era capaz de apartarla de un capotazo, con la misma facilidad con que tú limpiarías el polvo de esta mesa. Y él, aunque no era gitano, sintió el olor de la muerte que despedía José en Talavera. No sé cómo pudo notarlo por encima del olor a manzanilla. Pero Blanquet hablaba de aquello con muchas vacilaciones y los que entonces le escuchaban dijeron que todo eso eran fantasías, y que lo que había olido era el olor que exhalaba Joselito de los sobacos, por la mala vida que llevaba. Pero más tarde vino eso de Manolo Granero, en lo que participó también Juan Luis de la Rosa. Desde luego, Juan Luis no era muy decente, pero tenía mucha habilidad en su trabajo y tumbaba a las mujeres mejor que nadie. Blanquet era serio y muy tranquilo y completamente incapaz de contar una mentira.»
Joselito tenía 25 años el día en que Bailaor, un toro de Viuda de Ortega, medio Veragua como el que mató después a Granero, le sacó las tripas en mitad de la faena de muleta. Bailaor era bronco y aplomado, como lo describió al día siguiente El Liberal citando a un espectador que asistió al espectáculo. «Fue a dar el tercer pase de esta suerte peligrosa, animado por las palmas, y al marcar el segundo tiempo, el toro, en vez de seguir el viaje tras el engaño, se fue derecho al bulto, dándole una cornada tremenda y brutal. Cayó Joselito al suelo, y quedó encogido de piernas. Y se llevó las manos a la cara… Acudieron los peones, se llevaron al toro, que se revolvía y otros le cogieron, llevándole a la enfermería».
Se dice que Joselito tenía planeado retirarse en uno o dos años. Había alcanzado el cénit de su trayectoria profesional, y llegado más lejos que nadie. Era un hombre que muy bien podía haberse erigido en líder de alguna revolución, digamos, de estilo zapatista, pues leyendo las fuentes de la época uno se percata de la dimensión popular de su figura. Era un icono, probablemente con mayor raigambre social en la España del momento que la que pudieran tener hoy Messi, Cristiano Ronaldo, Guardiola y Mourinho juntos. Pero el Saturno devorando a sus hijos que pintó Goya un siglo antes y que está expuesto en El Prado, ustedes lo pueden ver cuando quieran, es quizá la metáfora mejor hecha jamás de España. A Joselito ya se le exigía morir en la plaza. Tanta era su fama, tal grado de simbolismo metafísico había alcanzado su duelo estético, filosófico, plástico, con Belmonte, que todo lo que hacían ambos se quedaba en nada para las masas rugientes que pedían más madera, más lumbre para un fuego que no podía cesar de arder. La canaille de la que salieron, el fragmentado e infinito estrato social, clamaba porque sus dioses brillaban demasiado, y tan alto, que a ellos ya no les parecían hombres; quizá porque para ellos nunca lo fueron, y siempre les consideraron, a Belmonte, a Joselito, no más que proyecciones lumínicas de sus propias pasiones insatisfechas.
Así lo cuenta el propio Belmonte a través de Manuel Chaves Nogales:
«El 15 de mayo de 1920, Joselito, Sánchez Mejía y yo toreábamos en Madrid una corrida de Murube. Aquella tarde, el público estaba furioso contra nosotros. Los toros eran chicos, y los aficionados protestaban violentamente cuando aún no había empezado la lidia. Llegaba entonces a su apogeo aquella irritación de la gente contra Joselito y contra mí, de que he hablado antes. Toreábamos muchas corridas, no nos pasaba nunca nada, cobrábamos bastante dinero y el espectador llegó a tener la impresión de que le estábamos estafando, de que habíamos eliminado el riesgo de la lidia y nos enriquecíamos impunemente.
Estábamos aquella tarde en el patio de caballos esperando a que comenzase la corrida, cuando vimos llegar a un grupo de espectadores furiosos, que, agitando en el aire sus entradas, nos gritaba:
-¡Ladrones! ¡Estafadores!
El grupo de los que protestaban creció y se produjo un gran tumulto, los toreros nos vimos acorralados por aquellos energúmenos que nos injuriaban. Ante aquella avalancha, yo me encogí de hombros filosóficamente y me limité a coger por la chaqueta a uno de los que más gritaban y a decirle en voz baja:
-Y si le robamos, ¿por qué no nos denuncia usted a la policía?
A Joselito, aquella agresión, aquel furioso ataque de los aficionados que gritaban desaforadamente le produjo una gran impresión. Se quedó cabizbajo durante un largo rato, y luego me llamó y me dijo:
-Oye, Juan: hace tiempo que quería hablarte de esto, y creo que ha llegado la ocasión. El público está furioso contra nosotros, y va a llegar un día en el que no podamos salir a la plaza.
-¿Y qué podemos hacer?
-Esto hay que cortarlo.
-Cuenta conmigo para lo que sea.
-Creo que lo mejor va a ser que dejemos de torear en Madrid durante una temporada larga. Así no podemos seguir. El público está cada día más exigente, y nosotros no podemos hacer más de lo que hacemos. Vamos a dejarlo. Vámonos, Juan, de la plaza de Madrid. Que vengan otros toreros. A nosotros ya no nos toleran. Dejemos libre el cartel de Madrid, a ver si el público se divierte y entusiasma con otros toreros más afortunados. Tal vez dentro de algún tiempo podamos volver en mejores condiciones. ¿No te parece?
-Si esto sigue así, no vamos a tener más remedio -le contesté.
Joselito se quedó un rato pensativo, y agregó con tristeza:
-Sí, hay que irse. Es lo mejor.
Estas fueron las últimas palabras que cruzamos. Al día siguiente tenía Joselito que torear otra vez en Madrid. Rompió el contrato y se fue a torear a Talavera de la Reina. Allí le tenía citado la muerte.
(….) Dos días después había toros en Madrid. Salí a la plaza con Varelito y Fortuna para lidiar una corrida de Albarrán. Tuve aquella tarde uno de los triunfos más grandes de mi vida. Era el día en que se llevaban a Sevilla el cadáver de Joselito.»
Joselito estaba enamorado, según las crónicas, de Guadalupe, la hija del conocido ganadero sevillano Felipe de Pablo Romero. Al parecer, este amor no era bien recibido por parte de este hombre. Hay quien alude al rechazo que a éste le producía la sangre gitana que corría por las venas de Joselito, cuya madre, Gabriela Ortega Feria, nacida en Cádiz en 1862, había sido cantaora y bailaora flamenca en su juventud. Su casa en Gelves se decoraba al uso de las sacristías andaluzas durante la Semana Santa, todo flores, cirios y estampitas de La Macarena, cuando sus tres hijos -Rafael, Joselito y Fernando- salían a torear por las plazas de España.
Precisamente, unos cirios parecidos a los que acostumbraba a encender su madre en el solar paterno de Gelves, velaron a Joselito la noche del 16 al 17 de mayo de 1920, en la enfermería de la plaza de toros de Talavera. Gabriela Ortega Feria había muerto un año antes; Guadalupe Romero, su amor inconcluso, muerta sin desposar en 1983, despidió a Joselito «al final del Paseo del Duque. Enlutada, joven y guapa», según cuenta Manuel Barrios en El sacristán del diablo: vida mágica de Fernando Villalón. Joselito toreó de luto la siguiente corrida tras la muerte de su madre, y La Macarena lució de negro, también, el 31 de mayo de 1920, ya enterrado Joselito en su ciudad. Antes, el 22 de mayo, el féretro con el cuerpo roto del ídolo, había llegado a Sevilla procedente de Madrid. Su funeral se celebró en la Catedral, el inmenso templo gótico, renacentista y barroco con el que los sevillanos han adquirido su pedazo de eternidad. Esto no gustó a ciertos estamentos sociales de la Sevilla del momento, pues Joselito era gitano, torero y empresario. ¡Qué tremendo revés para los que siempre se han considerado pontífices de una estirpe privilegiada! Suyo fue el impulso de la Monumental de Sevilla, la plaza que dividió en dos la tauromaquia hispalense durante algunos años y que le enemistó con individuos de abolengo en la ciudad. Esta plaza, derribada diez años después de la muerte del mito, pretendía albergar más gente y a mejores precios que la pequeña Maestranza del Paseo de las Delicias. Sin embargo, como la propia vida del hombre muerto en Talavera, el empeño se frustró, huero de recursos y asaeteado por todas partes, dado que su misma presencia en una ciudad dual por naturaleza complicaba la existencia de La Maestranza, baluarte histórico del toreo -y de los que viven de él- en la ciudad. De la Monumental de Sevilla puede verse hoy poco más que una tapia, si ustedes se acercan por la Avenida de La Buhaira.