Desmintiendo a Fukuyama

Cuando la democracia liberal, parlamentaria y representativa, se estableciese definitivamente (La Décima), la Historia terminaría, y la lucha por la vida dejaría de tener sentido. Y nosotros nos lo creímos. Llegaría entonces la Edad del Oro en la que la hueste del Bien (el Carlettosistema) domeñaría pueblos y ciudades, continentes enteros; a lomos del Amor, la fuerza irresistible que amansaría todas las fieras, el centrocampismo y la felicidad abrazarían todos los continentes, uniendo los océanos en un único e inmenso lago plateado de Verdad apacible donde no sufriría nadie. Todo esto no fue más que un ensalmo. El mejor fútbol de Europa, por lo menos, el mejor que yo he visto a lo largo de mi vida, fue un parpadeo que duró apenas unos meses. Los que fueron desde septiembre hasta diciembre. En Marrakech, más allá del Atlas, en el umbral del desierto, el Madrid conquistó la última frontera y se dejó la identidad colgando de una de las ramas de aquel Árbol de la Vida tan bonito, tan coqueto, que Ancelotti cultivó mimosamente con Isco, Kroos, James, Modric, Benzema, Marcelo…la Historia no se ha terminado, y en Berlín hay otro Muro. Un Muro nuevo, un Muro más alto, un Muro que no se alcanzará este año ni probablemente el que viene. Un Muro que exige otra guerra, otra vez. Otro combate interminable.

El partido se organizó según lo acostumbrado en las tragedias clásicas que solían gustar al público ateniense en otra Edad de Oro, aquella en la que una ciudad desafió a toda la ecumene creyéndose inmortal mientras gustaba de solazarse representando los dramas de los dioses y los hombres. En el primer acto, el Madrid golpeó poderoso, en un postrero y exuberante latigazo de grandeza. Con Benzema, con Marcelo, con tres centrocampistas de pan de oro desplegados en abanico sobre la medular juventina; es decir, con lo mejor que tiene este equipo hermenéutico que ha interpretado la partitura sacra y que se ha asustado cuando descubrió que en la última línea venía escrita su muerte. Desató entonces el Madrid una tormenta sobre Buffon, de la que éste salió indemne de no ser por un penalty excesivamente riguroso que el árbitro pitó demasiado pronto. Fue una alegoría de la temporada madridista. Marcó Ronaldo el penalty y luego pudo marcar el Madrid dos, tres, cuatro goles más, pero careció de precisión y no tuvo templanza en la hora sublime de la estocada, que es donde se evalúa la calidad de una faena. Sobrevivió la Juve estirada sobre el Bernabéu como un chicle rancio, apenas sujeta por un buen Morata y poco más. Más, el primer acto había terminado 1-0 y todo procedía según lo previsto. El segundo tiempo comenzó ya sin luz natural y eso quería decirnos algo. Era claramente un augurio, la sombra itinerante de la desgracia se asomaba por los vomitorios y Chamartín se encogía como si alguien estuviese cantando la letanía de la oscuridad. La Juve avanzó dos pasos: los centrocampistas orfebres del Madrid no contenían ese pequeño salto de la infantería piamontesa, desbordada la línea roja vertebral, todo era pasto amarillo y defensas del Madrid en repliegue perpetuo, como si Carvajal y Marcelo hubiesen olvidado correr mirando hacia delante. Dos chuts aislados, un barullo en el área, un mal despeje: Morata, gigante de cartón, Frankestein en la élite, un panzer gripado que sin embargo llevaba en su bota torcida el dardo maldito con una carta y una pepita de cianuro. En el pergamino se podía leer, tintado en sangre, miraréis a Dios y la luz os cegará. Todo había concluido.

El tercer acto fue, como se esperaba, un largo y agónico ejercicio de frustración colectiva. Volvió a arreciar el Madrid sobre Buffón. Pudo empatar, incluso, pero ya no había un alma colectiva, sino un mosaico fragmentado, cientos de miles de corazones conquistando Troya por su cuenta. Podría establecerse un paralelismo entre la manera en que comenzó la temporada el madridismo, ufano ante la posibilidad de asentar lo que los yanquis en la NBA llaman una dinastía, y el modo en que Atenas se la pegó en Sicilia con Alcibíades y toda aquella Historia, ya lo saben. Y si no la saben, la buscan. Pero tendrían entonces ustedes toda la razón si me llamaran pedante. La Historia no se terminó en Lisboa; y menos la del Madrid, doblemente exigido en su condición de referente universal, hidalgo y caput mundi. El Real debe mantener año a año su estatus imposible sacrificando miles de niños en el altar del Dios del fútbol, que es insaciable y siempre tiene hambre. El Madrid es Saturno, devorándose a sí mismo. Con cada título viene la exigencia de dos más; este club es una hidra caníbal que se come a sí misma, se arranca un brazo y le salen dos pero ha de comerse tres para contentar a una nación que exige más, más, más, una afición tan enfebrecida en su avaricia que parece el pueblo de Roma aullando ante su emperador, con el gladiador moribundo en el suelo. Ancelotti se desangra, y deben anotarse las causas, aunque con el mundanal ruido, a nadie importen demasiado: la insistencia en el portero no-capitán, podredumbre material y moral que se sobrellevó mientras todos estaban sanos; el modelo incólume, empeñado en sostener la osamenta del equipo cuando faltaban el fémur, las clavículas y el occipital; la dimisión de Illarramendi, la nulidad final de Lucas Silva, la confianza desmesurada en un Jesé muy menor. Los atenienses terminaron perseguidos, huyendo como salteadores, hacia el estrecho de Sicilia, cayendo como moscas, acosados por los buitres y la caballería siracusana. La flota majestuosa que zarpó del Pireo, reducida a una legión de cadáveres ambulantes, se parece mucho a este Madrid, que comparte con otras celebérrimas retiradas ese profundo abatimiento moral de las empresas mayestáticas: tan grandes fueron que retaron a las leyes naturales del Universo, y perecieron. Camina el Madrid como Napoleón volviendo de Moscú, yerto, consumido por sí mismo. Por lo que significa. Por delante queda un verano más, otra batalla por retrasar el destino de los héroes, que nunca se puede esquivar. La Historia no llegó a su fin.

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