Cómo sobrevivir a un ataque con drones

Yo jugaba de pequeño al Age of Empires II. Era un juego extraordinario con el que pasé horas, sobre todo e verano. En mi casa no había Internet: esa fue la segunda gran batalla que tuve que librar con mis padres, tras convencerles de la necesidad de tener un móvil. Así que, sin conexión a nada, mi flamante Pentium IV sólo me servía para elaborar la lista cronológica de los emperadores romanos o detallar todos los dialectos del latín que se han hablado a lo largo de la Historia en una lista, con la Enciclopedia Encarta, o para jugar. Jugué mucho tiempo, como digo, a ese juego, en donde tú tenías que construir una civilización desde abajo. Elegías un campesino, y con él desbrozabas un claro en el bosque. Metódicamente, ibas generando recursos con los que podías conseguir más campesinos. Con más campesinos, podías construir una aldea; de la aldea, mimando la exploración del entorno y adquiriendo fuentes de enriquecimiento tales como minas, madera, pesca o caza, la aldea crecía hasta convertirse en una pequeña ciudad. Entonces ya podías tener soldados y hacerle la guerra a las aldeas vecinas. Me llevó 3 meses enteros de un verano bochornoso -aquel verano de 2003 en el que murió tanta gente por las olas de calor- lograr que mi pequeño Estado se anexionase varios pueblos de alrededor y se convirtiese en una nación más o menos fuerte. Todo, repito, con mucha paciencia, con calma, pensando con cuidado los siguientes movimientos para no desperdiciar recursos. Hasta que un amigo me descubrió los trucos: apretando tres teclas, activabas un comando y como por ensalmo te aparecían aviones de combate del siglo XXI o Ferraris dotados de ametralladoras láser. Así que, naturalmente, me hice con el mapa de mi civilización en apenas cinco minutos, aunque el juego, desde entonces, perdió todo el interés para mí. Algo así ocurrió en el Real Madrid-Valencia de ayer.

El Madrid se encargó durante la primera hora de amasar el partido. La idea era controlar el desgaste, que es como pretender no mojarte mucho en mitad de una tormenta. Carletto lo intentó y dispuso lo mejor que tenía sobre el campo, con la ambición de ganar sin especular para afrontar lo del miércoles con la moral entera. La Liga estaba en chino, y a esa hora, en el Bernabéu, todo el mundo lo sabía. Aun así, la actitud competitiva del Madrid ahuyentó fantasmas y hasta rescató a Bale del ostracismo auto-impuesto en el que parece vivir enclaustrado. Bale, arrinconado en la derecha, quizá padece algún tipo de tormento psicológico y en su cabeza ya sólo aparecen, inconexas, imágenes luminosas en las que los verdes prados de su tierra galesa lucen llenos de ovejas blancas y mujeres regordetas que portan cántaros de leche. No obstante, el galés le dejó el carril diestro a Isco y se metió al centro junto al Chícharo o Ronaldo, quien alternativamente arrastraba a los laterales de uno y otro costado con la pretensión de empujar la sólida doble línea defensiva de Nuno hasta las barbas de Alves. El plan surtía el efecto querido y tres balones fueron estrellados en los postes del portero brasileño. El Bernabéu ya mascaba la apertura del marcador, el descorche, algo que lo empalma pues nunca parece este estadio más antropomorfo que cuando una pulsión colectiva lo embota, transformándolo en un grito uniforme. Sin embargo, un Dios incognoscible apretó los comandos Alt+CMD+Esc y del cielo salieron dos drones cargados de bombas de racimo: Gayá se internó por derecha tras Arbeloa, puso un centro que llevaba cianuro, Alcácer remató con el tobillo y Casillas, que no había salido, tampoco lo paró. La pelota terminó escurriéndosele ridículamente por entre las manos blandas y el 0-1 enfrió el latido de la nación. Ya está, pensé. Con trucos, siempre fue muy fácil.

Un minuto después, Toni Kroos, el autómata alemán que siempre juega bien como desafiando las leyes no escritas de la Naturaleza, cojeó hasta la banda y pidió el cambio. Me duelen los isquios, se le oyó decir alto y claro en un alemán perfumado de un deje oriental. La sombra negra de un dragón gigante se cernió sobre Madrid y en muchos lugares de España ocurrió como cuando el 23F, pero en vez de carnets de sindicalistas triturados y lanzados al váter, lo que estaba muriendo en ese momento era la fe de millones de hombres y mujeres cuya única aspiración vital en lo que queda de año es que el Madrid le gane a la Juventus y juegue la final de Berlín. Entró Illarramendi y el Valencia volvió a atacar con drones. Contraviniendo todas las normas del Fair-Play balompédico, otro balón surcó el espacio aéreo madridista y otro valencianista fulminó la escuadra de un Casillas pusilánime, cadavérico, vencido: el viejo ídolo que ya sólo es fango y escupitajo de madridista asqueado. El Bernabéu atronó y los narradores del Plus, cadenas del régimen prisaico descrito ya por Laswell en su Teoría de la Aguja Hipodérmica, se esforzaban por hacernos saber que eran pitos aislados y que también había muchos aplausos enlatados para el Gran Capitán, Santo Patrón de las Españas y Sagrado Corazón de Jesús. El Madrid alargó el knock-out embistiendo al Valencia sin ver, con sangre en los ojos. Así forzó dos penaltis de los que Clos sólo pitó uno, que falló Ronaldo cometiendo el pecado de la paradinha: ya es el segundo mito portugués que en el Madrid cae en la tentación, tras la que late el miedo, de pararse ante el portero cuando en un penalty el único secreto es la firmeza. En la segunda parte entraron Carvajal y Marcelo por Coentrao y Arbeloa: Ancelotti dispuso a su equipo tras la caballería ligera de las bandas y la artillería pesada de Bale, Ronaldo y Chicharito. Por detrás, la carne de cañón se estiraba como la carne antes gorda que ahora adelgaza y se le ven las estrías. Por esas estrías pudo matar el Valencia el partido pero volvió a henchirse la vena emocional del Madrid, que es inmensa cuando palpita y que arrambla con todo. Pepe, esquizofrénico pero aupado por un aura de nigromante, marcó el 1-2 y el Madrid se dedicó a bombardear a Alves con todo lo que tenía, siendo repelido todo intento de gol porque jugar con portero es el truco final del juego que Ancelotti ha decicido pasar por alto. Cuando el 40 asomaba por el luminoso, Isco hizo lo que en la misma jugada Bale no quiso, que fue chutar: recortó ante su marcador y marcó uno de esos goles inflexibles que demuestran la determinación del que lo mete a pasar a la Historia con esa camiseta. Pero no fue suficiente, y ante la Juventus de Turín, serán 11 hombres, cientos de millones de almas, y un destino.

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