Viendo, en la calle Alcázares, venir al misterio de La Exaltación, paré mientes en algunas circunstancias. Sólo quien, apostado en primera o segunda línea del cortejo, y con los sentidos prestos en la aprehensión del detalle, haya oído el crujido que provoca en las espaldas de los cuarenta y cinco hombres que soportan la carga magnífica y sorda que llaman levantá; sólo quien esté atento al caminar pesado del paso, a su lento deslizamiento por las alpargatas de los costaleros, o quien, en fin, haya advertido lo moroso del ritmo que la cuadrilla imprime a la mola procesional que carga con sus vértebras, puede entender lo que ahora voy a decir.
El suspiro profundo y terrible, onomatopéyicamente expresado por el corifeo del costal, tiene que ver con el mismo fenómeno que se dibuja en las heridas de los pies descalzos de los penitentes. El concepto mismo de estación de penitencia nos remite a un sufrimiento prolongado y voluntario, autoinfligido y absolutamente íntimo que una persona elige padecer, ora bajo un paso cargando cincuenta kilos con las cervicales, ora atravesando la ciudad durante siete, ocho o doce horas, sosteniendo una cruz de madera o caminando sobre el asfalto sucio, hirviente, mojado o roto. La idea, imbricada en la cosmovisión católica, de una redención parcial o total de la culpa que cada hombre arrastra consigo, mediante el ejercicio extremo y radical (a menudo también, espectacular) de un padecimiento físico notable, siempre me llamó la atención. En mi modo particular de ver las cosas, hallo en esto la raíz de todas las diferencias ontológicas entre el catolicismo y el luteranismo u otras formas del cristianismo.
En esa conjunción soberbia del elemento ambiental (la ciudad, cuna de la llama pasional, de la antorcha de hombres y mujeres emocionalmente sísmicos, Sevilla), del elemento temporal (la primavera y su advenimiento abrupto) y del elemento cultural (Grecia, Cartago, Fenicia, Roma, Berbería, Arabia, Castilla, León) germina una Semana Santa que es sarmiento de la devoción masiva y familiar, que entronca con la hermenéutica gótica y renacentista particular que la fe católica articuló en su expansión espiritual en el corazón de sus creyentes. Al fin y al cabo, todo surgió como respuesta creativa a una pregunta: ¿cómo explicamos al pueblo el sagrado martirio del Señor? Arte democrático, lumbre del proto-viñetismo. Hagámoslo hablar a través de las imágenes.
El contraste con otras liturgias expresivas, (con otras maneras populares o individuales, puesto que la religión, como urdimbre interestamental, teje lazos de otra manera muy infrecuentes entre las distintas capas poblacionales) de vivir devotamente, es evidente. La veneración frenética de la iconografía encuentra su contrapunto en la parquedad protestante; sólo en el cristianismo ortodoxo se advierte una superstición imaginera semejante y un vínculo tan poderoso con la fotografía y el icono, la plasticidad de la muerte y la danza tan exacerbada entre la sangre y la vida. Esa austeridad luterana, calvinista, ese contraste entre el despejo simbólico del anglicano y el barroco católico (cénit de la expresión y del vértigo, de la ascensión extática hacia la dramaturgia) encuentra en la contricción de sus individuos la oposición más ostentosa respecto del feligrés católico. Enmárcase aquí el concepto antes mencionado de la estación de penitencia, que no es sino la creencia sincera en que un acto, por nefando o pecaminoso que pueda llegar a ser, es remediable a los ojos de Dios con una acción espectacular o dolorosa; es el mismo artefacto que el de la absolución de los pecados: unas palabras, delante de un sacerdote, cargar un paso de tres toneladas o desgastarse la planta de los pies en una insufrible cabalgata, valen más que el esfuerzo continuado, que el trabajo constante y la virtud cultivada a lo largo del tiempo.